Dic 14, 2013 Dani Arrébola Críticas 0
Pro.: Steve McQueen, Arnon Milchan, Brad Pitt Gui.: John Ridley
Int.: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Michael K. Williams
Steve McQueen –no confundir con el actor americano, fallecido en 1980; este tiene ahora 43 años, es director y guionista, es londinense y es mucho más moreno- ha realizado en las últimas dos décadas 23 cortos y 3 largometrajes: Hunger, Shame y esta 12 años de esclavitud. No sé los cortos, pero sus dos primeros largos son, aunque muy diferentes entre sí, muy interesantes. Y con este tercero se ha convertido en el director del momento, uno de los máximos aspirantes al Oscar.
La película habla de la esclavitud de los negros americanos, como otras anteriores –algunas de ellas muy ilustres-, pero esta vez de manera más original; en primer lugar, McQueen también es negro, oriundo de Grenada –la isla caribeña con una población mayoritariamente procedente de esclavos africanos-, lo que le permite dotar a su obra de un acento muy personal; y además la historia real de este Solomon Northup, héroe a su pesar, no es la habitual: Solomon es un negro adulto, un hombre libre, padre de familia y músico de prestigio que vive en Nueva York, y es engañado y secuestrado, trasladado al Sur y vendido como esclavo.
Durante doce terribles años, desde que cae en manos del cruel Edwin Epps –interpretado por Michael Fassbender en su personaje más duro hasta la fecha- hasta que, por casualidad, conoce a un abolicionista canadiense, el bienintencionado Mr. Bass –Brad Pitt-, el pobre Solomon –magnífico Chiwetel Ejiofor– vive las mismas penalidades y miserias que los negros que, para su desgracia, nacieron ya cautivos. Solomon pasa por manos más o menos compasivas –más bien menos-, pero en ningún momento se conforma ni se deja abatir y todo el tiempo lucha por conseguir su libertad –algo casi imposible- y por conservar su dignidad de persona a toda costa.
Como es lógico, estos hechos, tras un breve prólogo y un todavía más rápido epílogo, ocupan la mayoría del metraje de 12 años de esclavitud. Una secuencia tras otra, McQueen va mostrando el sufrimiento de su protagonista y de los que lo acompañan en su cautiverio; los esclavos son víctimas de amos despóticos, de capataces sanguinarios e incluso de otros criados más obedientes o más temerosos. Con la excepción de los breves lapsos de tiempo que Solomon trabaja para algún patrón menos cruel, las imágenes se suceden en un crescendo de violencia que llega a herir la retina de quien las contempla. Desde luego, el director y guionista consigue su doble propósito: exponer la brutalidad de los esclavistas, dejando que el espectador la sienta de manera inevitable, y demostrar que en esa terrible situación –como en cualquier otra de la vida- cada uno hizo lo que pudo para sobrevivir. También este hombre inteligente y cultivado, que sabe que no podrá escapar de sus captores porque para ellos no es una persona, sino una propiedad, un objeto que igual que se usa, se tira cuando ya no sirve. Y no hay un horizonte distinto para él, salvo que su voz consiga atravesarlo y llegar hasta su familia, de la que lo separa una distancia infinita.
Por eso Solomon se resiste a la degradación y a la desesperanza y solo su cuerpo se somete a veces; pero nunca su alma, que se trasparenta en la fiera mirada del esclavo. Chiwetel Ejiofor le da vida con tremenda grandeza: sus movimientos, sus gestos, su rostro, son los de un hombre sometido, pero libre, con su conciencia intacta y su dignidad inexpugnable. Los duelos de miradas que sostiene con Michael Fassbender son de un magnetismo revelador. Epps es el amo, pero si alguien llega a dudar, a sentirse amenazado, no es precisamente el esclavo Solomon, tal es la fuerza de su personalidad.
El desenlace del argumento está en los libros, pero lo más importante de la película no es cómo acaba, sino como transcurre. Steve McQueen retrata a un personaje inmenso, un hombre que no se rinde, un hombre que lucha. Y esa lucha incesante, que salta de la pantalla con realismo y emoción creciente, confiere a la historia y a su protagonista rasgos de auténtica epopeya homérica.
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