Dic 23, 2012 Dani Arrébola Clásicos 0
Dentro de la emergente nouvelle vague francesa de inicios de la década de los 60, nos encontramos esta extraña y misteriosa cinta dirigida por el intelectual francés Alain Resnais. Confieso que más allá del disfrute de un filme, ver esta película ha sido toda una lucha racional conmigo mismo por el afán de comprender cuán mínimo detalle conjugado en la misma. Para ello, he necesitado dos visionados de esta El año pasado en Marienbad. Ni siquiera con dos reproducciones me quedo tranquilo,en medio de un océano de dudas e interpretaciones que en lugar de aclararme conceptos del filme, me emborronan más en su compleja esencia. Es muy posible que el error sea precisamente ese: intentar comprender esta obra como otra más supone un laberinto sin salida de insatisfacción racional.
El guionista de la película y gran impulsor de la misma, Alain Robbe-Grillet, nos daba la solución para el gozo de esta obra tan especial y prácticamente sui generis. En la edición literaria del guión del filme Robbe-Grillet aconsejaba al espectador dejarse llevar por las extraordinarias imágenes proyectadas ante sus ojos, por la voz de los actores, por los ruidos, por la música, por el ritmo del montaje, por la pasión de los protagonistas… y de esta manera, el film le parecerá el más fácil que jamás haya visto: un film que se dirige únicamente a su sensibilidad, a su facultad de contemplar, de escuchar, de sentir y de emocionarse.
Alain Resnais nos propone una puesta en escena milimetrada, un juego estético enfermizo que ralla y va más allá de la precisión. En esta línea, contemplamos una fotografía en blanco y negro de Sacha Vierny exquisita para la época. Este trabajo técnico expone planos que, combinan generales de exteriores con medios de conjunto en los interiores de un majestuoso hotel donde se desarrolla el argumento del filme. En este lenguaje visual se presentan unos actores que, exceptuando los tres protagonistas, parecen ni siquiera actuar, como si fueran estatuas haciendo de otra parte más del decorado, vacíos de diálogo y casi de conciencia. El vestuario también juega un rol destacado como forma de su elegancia impecable acentuando así el conjunto de la obra: esmóquines para los varones que conviven en ese lujoso e imponente hotel y refinados vestidos para las damas. La música, que aparece casi sempiterna de inicio a fin del metraje, supone otro rol inanimado protagonista por sí misma, mediante unas notas de piano hipnotizantes y casi fúnebres, compuestas por el hermano de la protagonista, Francis Seyrig.
Como elemento central del carácter de esta obra, nos topamos con el tiempo, o mejor dicho, con la atemporalidad de distintos tiempos que se mezclan en presente y pasado durante la trama principal de la película. Es un tiempo que, mediante un sinfín de flashbacks entrelazados, parece arrancar y detenerse constantemente, dejando al espectador aturdido, como en un limbo perdido sin realidad tangible, fruto de la naturaleza onírica e indescifrable del largometraje. En este acertijo atemporal, la trama es tan simple como fascinante: un hombre X (Giorgio Albertazzi) conversa incesantemente con una mujer Y (Delphine Seyrig) con el propósito de que esta cumpla una promesa que le hizo el pasado verano en ese mismo sitio, o quizás en algún otro lugar que el guión no aclara. La mujer, que parece no recordar nada, está ligada a otro hombre misterioso que podría ser su marido (Sacha Pitoeff).
A partir de aquí, cualquier reflexión e interpretación puede ser buena. Yo me quedaré con las sensaciones tan diferentes que a cualquier espectador puede resultarle esta cinta. Una película que no acepta término medio: o la digieres o no la tragas. Yo la he podido digerir en la medida de saciar mi afán por descubrir cualquier posibilidad que puede ofrecerte el amplio abanico de lenguaje cinéfilo. La he podido degustar por brindarme algo completamente diferente, sin dejar de pensar que es un trabajo rodado en 1961, con un resultado estético que, a día de hoy, sigue pareciendo a la última, como si no hubiera pasado el tiempo, valga la redundancia, y que implica algo muy meritorio. También me inclino a favor de este filme por mostrar unas escenas impactantes y maravillosas que por sí mismas tienen sentido propio en medio de una película que parece no perseguir sentido alguno. Me refiero, por ejemplo, al juego de mesa con cartas o palillos (según qué escena) que desafía a los dos protagonistas varoniles de la obra, perdiendo siempre el «aspirante». Este versus, en mi opinión, supone una analogía que podemos trasladar en el protagonista por, no comprender el método del ganador de igual manera que no se comprenden sus deseos de correspondencia amorosa: Juguemos a un juego en el que siempre gano. Puedo perder pero siempre gano, dice el enigmático personaje del amante interpretado de forma magistral por Sacha Pitoeff.
Este cartel genial del estreno del filme en el cine Madrigal, sirve como el mejor resumen de hacer frente a la misma. Al afrontar esta crítica, pensé en no ahondar mucho más en ella, simplemente quería expresar lo justo pues, es de aquellas que se han de ver sabiendo más bien poco para después, recopilar en la memoria de cada quién análisis e interpretaciones. Cualquiera que posea cierta capacidad de abstracción por dos horas, podrá sacar sus propias conclusiones tan ricas como provechosas. El año pasado en Marienbad es, posiblemente, la película más simple y compleja a la vez de la historia del cine. Un poema visual y acústico para los sentidos del espectador. Un sueño que te aleja de la vida real al mismo tiempo que te atrapa con rotundidad en ese encierro divagatorio entre la mente humana, el proyector y la pantalla.
Puntuación Ránking Apetece Cine: 6,0
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