Dic 09, 2013 Dani Arrébola Críticas 0
Dir.: Paolo Sorrentino
Pro.: Nicola Giuliano, Francesca Cima Gui.: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello Int.: Toni Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli
Puede que el cine de Paolo Sorrentino (Nápoles, 1970) no guste a todo el mundo pero lo que no se le puede negar es que sus películas tienen fuerza y originalidad. Recordemos, por ejemplo, Las consecuencias del amor, Il divo –con un maravilloso Toni Servillo en la piel de Giulio Andreotti-, Un lugar donde quedarse –la más “glamurosa” interpretación de Sean Penn-… Un cine y un director con evidente personalidad.
La que demuestra en La gran belleza ya desde los primeros compases. La película arranca con una declaración de intenciones: diez minutos de imágenes sin palabras, que aúnan la impresión estética de la monumentalidad de Roma –capaz de hacer desmayarse a un turista japonés- con el vértigo de la “dolce vita” del siglo XXI que explota en la noche del cumpleaños de Jep Gambardella. Jep ha reunido a todos sus amigos en su espléndida terraza con vistas al Capitolio. Allí corre el champán y el mejor vino, acompañados de otras materias y sustancias; atruena la música, y los cuerpos, jóvenes y mayores, vibran al compás del frenético “house” mezclado con éxitos de Raffaela Carrá, sones estridentes de mariachi y sublimes fragmentos de ópera.
Todo vale para celebrar y homenajear al anfitrión. Jep Gambardella es el protagonista –y creador- absoluto de esta historia; y un maravilloso Toni Servillo compone a la perfección este personaje inolvidable: un hombre inteligente, elegante, maduro –más cerca de los setenta que de los sesenta- pero aun seductor, brillante y mordaz hasta el cinismo. Su novela de juventud –y única que ha escrito- El aparato humano le ha conseguido reconocimiento interminable y ahora disfruta de fama y riqueza mientras observa el paso del tiempo y la vida de sus semejantes desencantado y aburrido. Toda una galería de tipos humanos pasa por delante o –en el mejor de los casos- rodea a Jep; convive con ellos, los soporta, los desprecia y puede que en algún caso lleguen a conmoverlo: la artista moderna, la directora de su revista, el hijo “especial” de su amiga, el marido de su exnovia, su amigo aspirante a autor, el cardenal “papable”, la monja-santa… y otros tantos. Todos son reconocibles, verdaderos –en la película y en la realidad-, para todos tiene Jep un calificativo, una mirada de través, quizá una caricia decadente.
La calidad del personaje corre pareja con la potencia de las imágenes; la cámara de Paolo Sorrentino escribe con una caligrafía majestuosa, homenajeando a los grandes maestros italianos: traza larguísimas panorámicas, como el Visconti de Muerte en Venecia, del que hereda además el virtuosismo en la recreación de los ambientes; expone composiciones sobre vacío, personajes desolados como en Antonioni, y hay momentos que remiten a su postrero documento Lo sguardo di Michelangelo; en otras ocasiones la ironía, la imaginación y la fuerza poética, casi onírica, del impacto visual, remiten a Fellini y sus criaturas…
Pero ese brillantísimo ejercicio formal no esconde un contenido más profundo y más amargo, porque hay otros referentes aun en la reflexión que paralelamente hacen director y protagonista: ambos se muestran radicales enemigos de la hipocresía, de las apariencias, del culto idólatra a figuras insignificantes y distantes de la fatua felicidad terrenal, tanto como de las falsas esperanzas en mundos mejores y más eternos. La secuencia de la recepción a la supuesta santa, una monja centenaria que parece una momia, escoltada por gentes de todas las confesiones y sentada en el reconocible sillón de mimbre de Emmanuelle, es reveladora.
Jep observa esa sociedad, esas gentes, y no encuentra en ellos, ni en la vida que comparten, ningún rastro de la belleza que quiso entrever, en su juventud, en el cuerpo de su novia; o más tarde en la sonrisa de un niño; o en el canon escultural del mármol, en la voluta de un capitel de piedra. Aquellos rastros murieron; estos no han estado nunca vivos. Y la mirada de Jep busca la Gran Belleza antes de la muerte. La busca, pero no la encuentra.
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