Jun 06, 2016 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
¡A saltar la superación y asaltar los cielos!
De la mano del actor y cineasta británico Dexter Fletcher, nos llega a la gran pantalla la adaptación de uno de esos biopics de superación deportiva y personal, no por tan heroicos igual de conocidos, sobre todo por nuestra patria, áspera al deporte de invierno. Se trata de la vida de Michael Edwards, apodado Eddie El Águila, un joven «gafotas» e introvertido inglés obcecado por convertirse en deportista olímpico a pesar de que lo han marginado no solamente en todos los deportes sino también en su propia casa, donde su padre se obceca a su vez porque el «inútil» hijo aprenda el oficio de escayolista. Pero ¡ay! cuánta tenacidad despierta y expone este chico desde el momento en que descubre el salto de esquí…Vamos, que en esta cartelera cada vez más fogueada por las altas temperaturas, nunca viene mal refrescarse un pelín entre nieve cuajada y pasiones por los aires.
Nuestro Eddie no es otro que Taron Egerton, cuyas sempiternas gafas y sonrisa no le impedirán ponerse serio cuando toca, sobre todo, cuando vea que necesita un entrenador que le ayude a aterrizar e ir menguando así la más que posible lista de huesos fracturados por el camino. Este coach lo descubrirá en la piel de un ex-mito del salto de esquí, Bronson Peary (Hugh Jackman), que ahora carga con la máquina quita-nieves de la pista de Garmisch en Alemania con la única compañía de su petaca, de la que no se suelta. Logrará el primero convencer al segundo para lograr su sueño olímpico en los Juegos de Calgary 1988 y demostrar así que no se trata de un loco británico al que se le han cruzado los esquíes y el cerebro? Veremos…
La película desliza entre una pista tan rauda como agradable y tan sencilla como profunda sobre unos raíles en los que difícilmente no caerás atrapado en la sonrisa. Y sobre todo desliza por y sobre el cristal de las gafas que abrillantan los ojos de Taron Egerton que ofrece tal generosidad a su personaje que desearás cogerle de la mano y saltar junto a él los 40, 70, 90 o los metros que hagan falta. Es cierto que la nieve que alimenta el paisaje y la historia no es nueva para nuestra vista -acostumbrada a contemplar retos de voluntad en excelsas sagas como Rocky- pero no es menos cierto que aquí la nieve logra cuajar de una manera directa al corazón, lanzándote al cuerpo su frescura en esencia y olvidando la pomposidad en la que otros tantos biopics hubiesen caído. Sentirás el aliento fresco al levantarte de la butaca y sobre todo permitirás a mucha gente -y quién sabe si a ti mismo- saltar tu propia superación y asaltar así los cielos.
Eddie el Águila no descubre nada nuevo en el género deportivo, ni siquiera en la esencia del sub-género de la realización y progreso humanos, pero es en su forma y camino de narrar la aventura por la nieve y por los aires, donde más y mejor sentirás su recompensa. Tantos metros valdrán la pena o, mejor dicho, el kit de esquí comprado en la entrada. Y, de propina, también te llevarás a casa esa nostalgia placentera, esa esencia de atmósfera ochentera tan bien patinada a través de la música compuesta por Matthew Margeson.
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