Jun 11, 2013 Dani Arrébola Clásicos 0
Por Dani Arrébola
Suena una nota de piano agresiva… deliciosamente agresiva. Nuestra mirada acompaña sin vacilar a esa nota insultante a través del zoom in más maravilloso del séptimo arte. Música e imagen aúnan a los pocos segundos: un primer plano muestra un rostro con sombrero color azabache y camisa blanca inmaculada. Unas pestañas postizas extra-largas perfilan la mirada sugerente y la sonrisa transgresora del jefe de la banda de los Drugos: Alex DeLarge. Nuestros ojos seguirán despiertos, casi con toda probabilidad, durante los próximos 130 minutos. Nuestra parte gamberra del cerebro se llenará plano a plano de una viveza desgarradora, la misma con la que el joven Alex se alimenta gracias a la violencia y Beethoven. Comienza La Naranja Mecánica. O lo que es lo mismo, el espectáculo ideal para sobreexcitar todas y cada una de las zonas erógenas del espectador.
Stanley Kubrick venía de filmar tres años atrás su trabajo más arriesgado y vanguardista: 2001: Odisea del espacio. Aquella cinta encumbró el género de la ciencia-ficción. En aquella ocasión el cineasta replanteó las fórmulas narrativas y técnicas mediante una elipsis temporal de 4 millones de años y unos efectos especiales tan exclusivos como laureados. Esta vez, el genio del Bronx iba a ir aún más lejos en las reformulaciones de las Biblias cinéfilas. “La naranja mecánica” se erigió de inmediato en el producto más polémico de toda la obra de Kubrick, cuán llaga dolorosa en la piel hiper sensible y recatada de la alta alcurnia correspondiente a la aristocracia inglesa de los 70. Su estreno generó debates públicos en prensa, radio y televisión con dos bandos confrontados de ideas harto defendibles como extremistas. El versus resultante fue una cuestión de estado: ¿Moralidad o Arte? Quedémonos con el arte, mucho mejor.
El argumento adapta la novela de Anthony Burgess, publicada en 1962 bajo el mismo nombre. Como hilo conductor de la trama aparece a lo largo del filme la voz de Alex, el protagonista y personaje interpretado magistralmente por Malcolm McDowell. Líder de la banda de los “drugos”, (significado de “amigos” en ruso), Alex se excita con la ultra-violencia y las violaciones sin compasión a ritmo de la novena sinfonía de Beethoven. Un estilo de vida que se desarrolla en el Londres de un futuro indeterminado y teniendo como víctimas desde ancianos mendigos hasta un reputado matrimonio de escritores. La trama se centra en sus minutos finales de metraje en el llamado tratamiento Ludovico, una técnica de rehabilitación social extrema que implica el conductismo en la mente de Alex. Como peculiaridad, los Drugos formados por el propio Alex, Pete, Dim y George, se expresan en la jerga adolescente conocida como nadsat, una lengua ficticia que mezcla el eslávico con el inglés y el cockney.
Kubrick consigue una atmósfera irrepetible, aún hoy en día 40 años después, inigualable. El genio de la minuciosidad dota a cada escena de vida propia exprimiendo los ingredientes mayúsculos del lenguaje cinéfilo: la música, el vestuario, la luz y hasta una planificación visual y acústica manipulada al detalle. De esta manera encontramos a mitad de metraje una escena magnánime la cual abofetea en la cara a todo espectador inocente convencido de que el cine no podía dar más de sí: el cuarto de Alex se muestra vacío. Cinco segundos después aparecen en cámara súper-rápida el protagonista junto a sus dos ligues de un previo rato de ocio fructífero. Superpuesto a ello la partitura de la Abertura de Guillermo Tell acelerada electrónicamente mientras los tres individuos se van quitando la ropa y consuman de forma mecánica e insaciable la orgía sexual más famosa de la historia del cine.
Kubrick lo logró en cada plano, en cada escena, en cada secuencia: perforar los cinco sentidos del espectador en una auténtica lección de arte audiovisual. Consigue situarnos en el futuro y hacérnoslo creer a base de dosis de música clásica, demostrando ser (con el permiso de Scorsese) el mejor “soldador” de la melomanía con la óptica. El maestro acierta en un vestuario tan inaudito como estupendo y ofrece planos siempre largos y abiertos con aberraciones focales capaces de envolver la cinta en el pañuelo más sui generis del museo reservado sólo a las películas pertenecientes al Olimpo del cine. A clockwork orange es una película sin escrúpulos que, sin embargo, se muestra imponente a la osadía de ser rasgada por el público crítico y “amador” que no amante de la gran pantalla.
Ver esta película debe alterar por completo en cada quien su propio diccionario cultural de atender al arte. Si más no, de sentirlo. Tiene algo más que magia… ¿Qué tiene La Naranja Mecánica? Nos encantaríamos junto a ella. Nos rebelaríamos junto a ella. La repetiríamos porque suena una nota de piano agresiva…
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