Dic 04, 2014 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
El cosmos de Allen ya no brilla pero sigue dando luz
Ya se ha convertido en todo un rito el que los amantes del celuloide esperamos con lógica impaciencia, más o menos, por estas fechas navideñas. La entrega anual de Woody Allen supone, de entrada, un par de cosas: tener garantizada -salvo algún que otro accidente llamado Vicky o Cristina o Barcelona- una película con clase y entretenimiento además de una celebración que nos recuerda seguir teniendo en vida a un genio único y, seguramente, irrepetible en esto del séptimo arte. No lo vamos a descubrir a estas alturas: desde la divertida y excelente Toma el dinero y corre (1969), el cineasta de Brooklyn ha dirigido, escrito e interpretado medio centenar de cintas y de estas, probablemente, una decena de obras maestras. Así en títulos como Annie Hall (1977), Manhattan (1979), Delitos y faltas (1989), Balas sobre Broadway (1994), Desmontando a Harry (1998)… Allan Stewart Konigsberg (que es su nombre real) canaliza su propio mundo maniático en el que abunda la comedia romántica con el existencialismo, y casi siempre plasmando sus propias pinceladas de extremo hipocondríaco. Magia a la luz de luna no es ninguna excepción en todo este cosmos alleniano.
La historia no puede contener más átomos de ADN del maestro: en el sur de Francia de los dorados años 20, un ilusionista inglés (Colin Firth), conoce a una aparente médium (Emma Stone), a la que está completamente decidido a desenmascarar. Pero a medida que el vínculo de ambos se amplía, las primeras apariencias se irán convirtiendo en algo más complejo llamado amor.
Que estamos ante una comedia que pertenece al grupo de las «menores» de Allen, es una evidencia. Pero también es una evidencia que un Woody Allen cojo -igual que un Messi cojo- sigue ofreciendo unas obras tan lúcidas como memorables. En esta ocasión, el genio sabe dotar de vida propia a esos paisajes imponentes y bucólicos de la Costa Azul que se van inmiscuyendo a la vez que espiando a la pareja protagonista. Mediante una exhibición del dominio de la planificación visual -en el que incluso nos regala algún que otro delicioso plano secuencia- Allen dota de vida a la elegancia y, por qué no decirlo, a la magia que se incluye en el título.
A esto último, contribuye la buena química de una actriz tan extraña como hermosa llamada Emma Stone y de un Colin Firth que parece funcionar aquí como en ningún otro género del que se ha empeñado en ofrecer en su carrera. Ambos parecen actuar como si hubieran entendido a la primera y sin ninguna migaja de dudas, las indicaciones del señor Allen que es capaz de captar toda la brisa en sus escenas y cierto aliento melancólico-nostálgico reflejado, de forma tan gentil como gomosa, en una metáfora de El columpio de Fragonard. Y, por cierto, a todo eso sigue sumándose el ilimitado gusto musical del genio, esta vez charleston, music hall, y jazz y que acompaña, como en la totalidad de su carrera, al filme con una fuerza insultante.
Que la caja de bombones, y sobre todo la de los últimos años, ya nos la ofrece el maestro sin licores es cierto, pero hay que reiterar que sus entregas siguen siendo bombones que la mayoría de los espectadores deglutirán con gusto y con una sonrisilla aparecida por inercia en cada rostro. Y es que sigue mereciendo la pena rasgarle al año una horita y media para degustar «lo último» de Woody Allen.
Puntuación Ránking Apetece Cine: 6,0
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