Abr 27, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Exprimiendo el jugo del antibelicismo de manera universal y cautivadora
No es que salga a borbotones de nuestras carteleras en lapsos de tiempos más o menos determinados, pero lo cierto es que aquellas veces en las que nos llega un estreno del cine producido en Europa del Este, suelen ser -casi siempre- dignas de ponerse en pie con tal de echarles a estos filmes (por lo menos) un buen vistazo. Y solemos, en una cartelera familiarizada con anglicismos y galicismos, pararnos en freno cuando aparecen por las salas este tipo de largometrajes elaborados en tierras gélidas y lejanas. Éstas suelen ser películas de intensa composición y belleza estética, portadoras, además, de una carga narrativa tan original como directa, tan terrenal como simbólica. Y en esta ocasión, por si fuera poco, esta Mandarinas (que ya lleva inherente en su propio título la sugerencia junto a la inmediatez) es la última cinta que faltaba por llegar a España de las cinco nominadas a Película de Habla No Inglesa en la presente edición de los Oscars. Con producción estonia y dirigida por un cineasta de complejo apellido, Zaza Urushadze, la cinta se enlata en apenas 87 minutos para ofrecernos una particular y concreta visión de la recurrente pero olvidadiza virtud anti-bélica de la que, a lo largo de su historia, se ha servido como excelente canalizador el séptimo arte.
Con guión del propio Urushadze, la historia se sitúa a inicios de la década de los 90 en Abjasia, una de las provincias georgianas en la cordillera del Cáucaso que por aquel entonces buscaba la independencia de su estado (actualmente, aunque sigue siendo territorio perteneciente a Georgia, Abjasia está reconocida como república independiente «de facto»). En un pequeño pueblo de la zona, un estonio de avanzada edad, Ivo (Lembit Ulfsak), decide no emigrar junto a sus compatriotas, optando por vivir en una casa rural al lado de la de su amigo Margus (Elmo Nüganen), para ayudarle -mediante la elaboración de cajas de maderas- en su cosecha y recolección de mandarinas. En pleno conflicto entre georgianos y chechenos, dos soldados resultan gravemente heridos en frente de sus casas, por lo que Ivo se ve obligado a cuidar de ambos. Pero el conflicto, con las armas ya guardadas, se prolongará en la casa: los dos soldados convalecientes pertenecen a los bandos enfrentados.
Resulta casi hipnótica la capacidad de esta película por hacer cercano y ameno aquello que, en teoría, nos puede resultar lejano y complejo. Es digna de alabar la artesanía ingeniosa de un director que, a través de un meticuloso rol protagónico a los pequeños cítricos y gracias a una composición estética, meditada y sosegada, consigue henchirnos de calor emocional en pleno paraje gélido y hostil. Y por qué no decirlo cuando lo que uno está consumiendo le provoca tal reminiscencia: por momentos, y sobre todo en esos interiores de una casa tan humilde como imponente, la filmación de Urushadze puede a uno recordarle -y es preciso y justo reiterar que tan sólo por momentos y en pestañeos- a la del maestro Dreyer en filmes como por ejemplo Ordet, virtud que no es precisamente desconsiderada. Es dentro de ese pañuelo de seda en el que se envuelve la película, dentro de esa idea tan nítida y ausente de ornamentación, donde se erige como uno de los mejores alegatos anti-bélicos que el cine europeo -y mundial- ha producido en las últimas décadas.
Pero también merecen todos los honores el excelente cuarteto artístico que capitanea el actor Lembit Ulfsak, de cuya ternura nos inoculamos y de cuyo pasado nos conmovemos casi desde los primeros planos de la cinta, acompañado por Nüganen como su fiel compañero y, sobre todo, por Giorgi Nakashidze y Misha Meshki como los guerrilleros supervivientes con sus plenas convicciones patrióticas a flor de piel. En sus interpretaciones, el cuarteto parece ir conociéndose plano a plano a sí mismos pero, sobre todo, parecen ir conociendo a un espectador encandilado que de bien seguro saldrá de ese desfavorable paisaje sumando un buen puñado de gramitos de fe y solidaridad a una hucha de principios en la que, probablemente, la fe y solidaridad se encontraban mucho más menguadas antes de entrar en esa estancia.
Es posible que Mandarinas no te llegue a entusiasmar pero sí es algo seguro que te va a dejar abstracto y cautivado en su escueta pero intensa hora y media de vida dentro de un paisaje árido, ajeno y desconocido. Y si además de su lección de fe anti-bélica alimentada por una honesta y plena convicción de denuncia humanitaria, se le suma su credencial artístico, tanto delante como detrás de la cámara (aquí cabrían también las elegantes y cautivadoras notas musicales compuestas por Niaz Diasamidze y que acompañan casi de forma perenne al drama), el espectador de poco nervio, contemplativo y reflexivo encontrará en este filme una gratificación impagable en la cartelera que no debería dejar escapar.
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