Nov 25, 2013 Dani Arrébola Críticas 0
Pro.: Hiroshi Fukazawa Gui.: Yôji Yamada, Emiko Hiramatsu
Int.: Isao Hashizume, Kazuko Yoshiyuki, Masahiko Nishimura
En 1953, el mítico Yasuhirô Ozu dirigió la extraordinaria Cuentos de Tokio. Sesenta años después, otro gran director japonés, el veterano Yôji Yamada –el autor de El ocaso del samurái– homenajea a su maestro, rehaciendo la película con personajes y ambientes de la actualidad. Yamada tiene 83 años, lleva 50 dirigiendo cine y cuenta con 70 películas en su haber -4 o 5 estrenadas en España-, entre las que se encuentra la serie de 48 títulos, la más larga de la historia, dedicada al héroe urbano Tora-San. En 2010 recibió en Berlín un premio a toda su carrera, con El ocaso del samurái fue candidato al Oscar y Una familia de Tokio ha ganado hace unas semanas la Espiga de Oro del Festival de Valladolid.
Aunque el guion sea nuevo, el argumento de esta es idéntico al de la película de Ozu: como en aquella, un anciano matrimonio llega a la capital para ver a sus hijos y a sus nietos. Como entonces, pero ahora todavía más, Tokio es una megalópolis que no favorece las relaciones familiares, y menos si los hijos viven dispersos, están muy atareados en sus respectivas ocupaciones y se han acostumbrado a la ausencia y la vida lejana de sus padres. El mayor es médico y tiene mucho trabajo; la segunda tiene una peluquería y un marido ocioso, y ambas cosas la preocupan por igual; y el menor es soltero, no tiene una ocupación fija y parece un poco inconsciente y despistado.
Tanto, que protagoniza la secuencia inicial, en la que debe ir a recoger a sus padres a la estación y todos a la vez y cada uno por su lado se hacen un buen lío, que termina con el matrimonio llegando en taxi a casa de su hijo mayor mientras el pequeño se pierde con su viejo coche tratando de adivinar por dónde vienen y qué camino han cogido.
En realidad, todos sienten la alegría y la emoción del reencuentro –aunque no lo manifiesten mucho, son japoneses: las reverencias sustituyen a los besos y abrazos-, pero a los pocos días, cuando los ancianos han pasado ya por las casas de los hijos mayores –ir a la del menor ni se lo plantean- surge la incomodidad y el desconcierto: ninguno sabe cómo seguir atendiendo ni cobijando a los ancianos, y estos aceptan a regañadientes trasladarse a un hotel; eso sí, moderno y muy lujoso. Tan moderno y tan lujoso que no les resulta confortable.
No les queda casi nada por hacer en Tokio. Y como presienten que puede ser su último viaje a la ciudad, antes de irse el padre quiere hacer una visita en honor de un antiguo camarada, y la madre se empeña en conocer de primera mano cómo vive su hijo soltero. Ambos pasarán unas horas separados, y los dos cumplirán su deseo; de formas muy distintas, pero seguramente muy satisfactorias. Ya pueden volver a su casa del pueblo. Y el relato emboca su recta final –presidida por el dolor y la incertidumbre-, que revela todo el mundo interior de sus protagonistas: un grupo de personas unidas por lazos que el tiempo y las distancias han ajado y debilitado hasta marchitarse y morir.
Como en Hara-Kiri, la película de Masaki Kobayashi (1962) reinterpretada hace un par de años por Takashi Miike, la película de Yôji Yamada es igual que la de Ozu y a la vez radicalmente distinta: no hay imitación, sino un homenaje que propone una relectura con códigos éticos y estilísticos nuevos. Una familia de Tokio trasciende –como su antecesora- la mera anécdota, para plantear una metáfora sobre la naturaleza humana. Pero no hay otros elementos poéticos, salvo en los momentos que la pareja de ancianos pasa en el hotel; la película sólo describe la realidad y pinta en planos largos y delicados, como si una rápida y vulgar aproximación no fuera suficiente, la vida de los personajes, sus casas agobiantes, la ciudad tremenda. La mirada de Yôji Yamada es implacable. A lo largo de dos horas y media, en las que no sobra nada, realiza con mano magistral una certera crónica social y un retrato de familia desolador; pero también una película rigurosa y bellísima.
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