Abr 30, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Fellini estaría orgulloso de su amigo Scola
La Strada, donde pocas veces se ha homenajeado tan bien y con tanta nostalgia al mundo del circo en la piel de un vigoroso e inolvidable Anthony Quinn; La Dolce Vita, donde nos enamoramos en plena Fontana di Trevi y junto a Marcello Mastroianni de las curvas fantasiosas que nos brindaba en un blanco y negro majestuoso la bella Anita Ekberg; Amarcord, donde asistimos a la carga bucólica de los recuerdos, tan exóticos como cachondos, de la infancia del genio de Rímini; y así, podríamos mencionar una docena de títulos cuyas imágenes -selladas de forma perenne en nuestra retina- fueron confeccionadas por un cineasta mundial -aunque italiano en su pureza- inigualable e irrepetible, poseedor de cinco Oscars pero, sobre todo, creador de universos y lenguajes oníricos de extraordinaria belleza visual: por supuesto, ese creador universal se llama (y se llamará por extraño que parezca) Federico Fellini. Y pocas personas mejor que el realizador Ettore Scola, su íntimo amigo de juventudes y de insomnios, están legitimadas para dedicarle a este monstruo de la cámara todo un curioso e infranqueable homenaje como el que llega ahora a nuestras pantallas y que lleva ya sujeto en su título, la concepción tan inabarcable como misteriosa que porta el ADN de la obra del maestro: Qué extraño llamarse Federico.
Y en formato documental, Scola rinde homenaje a su gran compañero cuando se cumplen dos décadas de su muerte, y lo hace con la ayuda colaborativa en la pluma y confección de la cinta de sus dos hijas: Paola y Silvia. Desde el momento en que el joven Federico, de veinte años y en plena Segunda Guerra Mundial, entra a trabajar en la prestigiosa y satírica redacción de la revista Marc’Aurelio, Scola combina imágenes de archivo y recreaciones de la época para mostrar la inmensa amistad que a ambos les unía; los amigos en común que compartían -como Marcello Mastroianni- y que en muchas ocasiones surgían de largas noches de insomnio al volante por Roma; y, en definitiva, para plasmar la inusual y seductora personalidad de un artista que, a pesar de mostrar una inmensa complejidad estilística, fue más aclamado y admirado entre el «pueblo» que no tanto entre la acechante crítica.
Nos encontramos ante toda una delicia en forma de obsequio de la que, de bien seguro, Federico, y por muy extraño que a uno le pueda resultar, estaría bien contento y satisfecho. Scola logra subir el telón vital de una vida con mil y un telones entretejidos entre el mundo fantasioso y onírico de los sueños, y aquel otro mundo más tangible y material que se alimenta por las pisadas nocturnas de una ciudad «en la que puede pasar de todo» como Roma. En el filme olemos con facilidad ese aroma añejo y perdido ubicado sólo en la memoria de aquellos genios como Fellini pero también, seamos justos, como Scola que -más que vivir- sobreviven en su experiencia y senectud por la mareante y vasta industria audiovisual contemporánea que nos ha pirateado a todos horas de consumo y, porque no decirlo, también de cerebro. Porque, en efecto, en este pestañeo balsámico de exquisito blanco y negro, nos reconciliamos con aquellos cerebros reflexivos, que sabían entender y comprender como ya nadie queda en este mundo, las virtudes de la reflexión y de lo artesanal que puedan surgir por los gaznates y pulgares que atraviesan a una cámara, vamos, las virtudes de filmar arte.
Scola no se ha dedicado a yuxtaponer de forma rigurosa los elementos más vitales y previsibles que se puedan encontrar en la vida de su amigo, sino más bien -y ahí está su gran acierto- se ha limitado a mostrar sus recuerdos más amenos y casi triviales confluentes en sus vidas, y centra la casi totalidad de sus parpadeos en los orígenes de una redacción como la de Marc’Aurelio, donde se conocieron y donde se cocían chistes con sátira político-cultural cada diez segundos, cuán baguettes saca del horno el panadero. Y es ahí donde radica el gran acierto de Scola, en su desorden programado o en la vaguedad -que no pereza- narrativa, pues es donde el filme documental encuentra su propio motor, su propio camino y, en definitiva, su propio ADN compuesto de episodios batidos entre recreaciones ficticias e imágenes de archivos que henchirán oxígeno, aliento y vitaminas a un espectador que, desde el primer plano -donde vemos en pleno cásting al maestro sentado en una playa- se sentirá muy a gusto y recompensado.
Qué extraño llamarse Federico es un must que dirían ahora los modernos, tanto si eres amante de Fellini (y aquí entonces te sentirás doblemente gratificado) como si no has visto casi nada o ninguna de sus inolvidables filmes, pues gracias a su tibia elegancia y divagación puede también funcionar como auténtica plataforma de impulso y acercamiento a su obra. El octogenario Scola ha demostrado que por su cabeza siguen transpirando ideas lúcidas y, consciente de ello, ha ejecutado un personalísimo premio a uno de sus mentores, brindando de propina una buena oportunidad para un abanico de público mucho más amplio que el previsto.
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