Oct 13, 2014 Dani Arrébola Festivales, Sitges 2014 0
Por David Pujol
Quitándome la sangre de la cara y devolviendo una ración de sustos
Seamos honestos. En este mundo hay que serlo. Ni de coña ni de chiripa he visto las cuarenta películas que competían en la sección oficial del Festival de Sitges y, ni siquiera mi contador ha llegado a la mitad de las mismas. El tiempo es oro, no sé quién sería el primero que lo dijo pero cuánta razón tuvo, y seguirá siendo oro hasta que llegue ese momento, entre tanta morralla tecnológica, que algún chino, japonés o coreano se invente un duplicador de tiempos para poder ir y venir y, así, realizar varias tareas superpuestas en el mismo instante. Desconozco si algún compañero ha logrado la proeza de verse y estar -nunca mejor dicho- en cuarentena por el Auditori del Hotel Melià, el Retiro y el Prado como teatros protagonistas y quema-pantallas en Sitges, pero yo desde luego no he sido capaz. Entre que mastico mis sándwiches y bocatas de jamón serrano de una forma bastante torpe y pausada, y entre los compromisos de entrevistas que tenía pactados (sobre todo en el primer fin de semana de festival), mi tiempo dorado fue exterminando una buena cantidad de películas durante las jornadas de esta 47ª edición del Festival de Sitges. (PINCHA AQUÍ SI TE APETECE LEER LA CRÓNICA DEL PRIMER FIN DE SEMANA).
Pero me quedaron varias sin sacrificar y de esas me gustaron algunas, me dejaron indiferentes otras y me resultaron insoportables, hasta el punto de salir de la sala, un par de ellas. Entre el grupo de las primeras, comprobé lo que ya hace tiempo había advertido: el cine coreano goza en estos momentos de muy buena salud. El thriller dirigido por Kim Seong-Hoon y de título A hard Day fue de lo mejor que pude ver en el festival. Una dirección impecable, con un estilo preciso y una factura bella, capaz de mantener los grados de tensión al punto del espectador desde el minuto uno hasta el ciento once que dura la cinta y todo ello, mientras se aprovecha un guión con violencia pero con caricias cómicas. Como cómicas eran las ocurrencias que todo el Auditori del Melià encontramos en ese Gran Hermano de vampiros neozelandeses, de nombre What we do in the shadows. Los prejuicios que cualquiera -incluido un servidor- podríamos tener antes de entrar en la sala acerca de los límites que podría presentar este género llamado «falso documental», y que ya tuvo su época cool, quedan del todo aparcados cuando ves, atiendes y sonríes con la misma gracia con la que te cuentan sus jornadas vampirescas este grupito de simpáticos chupasangres.
Y de sangre chupó poca -al menos a la mayoría de público del Auditori- la esperada, execrable y repugnante muñeca Annabelle. Por momentos uno piensa de verdad que lo que está viendo no es más que una broma, un vídeo doméstico hecho por un matrimonio de protagonistas que se aburre en su casa y que no tiene nada mejor que hacer que comprarse una muñeca cardencha y antipática. Y de tan poco miedo que dan esos sustos y gimcanas por el pasillo, y ante la imposibilidad de echarse una cabezadita porque cada dos por tres la peli se empeña en subrayar a 200 decibelios una nota de piano, lo único que uno puede hacer es tomárselo a guasa que es, por cierto, lo peor que le puede ocurrir a un filme de miedo. Con algo de miedo y con más respeto que guasa sí que me tomé a esa joven rubia y danesa que poco a poco se iba transformando en una bestia lunática en la película When animals dreams. El trabajo dirigido por Jonas Alexander Arnby provoca acongojo en medio de un clima nórdico escueto y frío, y en la misma proporción aumenta el vello en el pecho de la protagonista que se va imponiendo en la pantalla, como el número de veces que uno va tragando saliva pensando aquello de «Qué viene el lobo…».
Las paranoias mentales que se marcan Richard Aoyade en The Double y William Eubank en The Signal son dignas de campeonato olímpico de alucinaciones y chifladuras. Vale que el primero logra un resultado decente, sirviéndose de un texto de Dostoievski con esencias kafkianas y que tiene como arma a un actor tan perturbador como maravilloso llamado Jesse Eisenberg, pero como ya dije en mi videocrítica, no le recomendaría esto a la vecina del quinto. Y el segundo, más allá de rescatar a un Laurence Fishburne al que llevaba un buen tiempo con la pista perdida, es un entretenimiento sin más, de contactados con los monstruos de arriba por una especie de Área 51, y que resuelve como resolvía Higuaín dentro del área en la Champions League, es decir, muy mal.
A El Ardor, del argentino Pablo Fendrik, le falta en todas las hectáreas de selva por la que transcurre esa caza entre hombres recios a lo Sergio Leone, precisamente lo que prometía su título. Y eso de Miike llamado Over your dead boy para qué os voy a engañar… No entiendo su cine y creo que no lo entenderé nunca.
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