Sep 22, 2013 Dani Arrébola Críticas 0
FETICHISMO Y NOSTALGIA: Notas sobre The Master, dirigida por Paul Thomas Anderson
Por Anita Pies Fríos (Ana María Ron)
Nuestra generación no ha conocido la costumbre de contratar a un fotógrafo para hacerse unos retratos de estudio que mandar a familiares, amigos y amantes en la lejanía. No ha escrito sentidas cartas a mano para acompañar dichas imágenes ni ha sufrido preguntándose en qué fecha llegaría la misiva a su destino. Nosotros vivimos en la época del milagro tecnológico, del cine en full HD, de los innumerables álbumes de fotografías de Facebook. Escribimos en una pantalla táctil pendientes del doble check que nos confirme la efectividad de la todopoderosa conexión 3G. Descargamos el último capítulo de la serie del momento en menos de una hora. Y en este contexto, a finales de 2012, cuando se extiende el VoD, cuando Kodak anuncia su quiebra y Marck Zuckerberg compra Instagram, Paul Thomas Anderson se rebela y decide estrenar una cinta en 70 mm.
A diferencia del 35 mm, este formato supone una mayor amplitud de pantalla y una calidad de imagen espectacular. Se popularizó durante la década de los 50 y los 60 como soporte de películas del género musical y épico de grandes panorámicas en color. Hoy en día solo hay aproximadamente 70 teatros y cines en Estados Unidos preparados para una proyección de este tipo, y uno de ellos se encuentra en el Lower East Side de Manhattan. Así que una tarde de viernes de Noviembre, después de mis clases de inglés, me dirigí al Movie Theater con curiosidad y expectación. Dado que nunca antes había visto un film de estas características no puedo más que describir mi experiencia como el hecho de estar viendo una película en alta definición pero con los típicos crujidos y pequeñas grietas del celuloide de antaño, “defectos” que la hacían parecer una obra del pasado. Pero al mismo tiempo la imagen era extremadamente nítida y los colores brillantes y saturados: los distintos tonos de azul del mar, los amarillos y marrones de la tienda de ropa de señoras, las luces verdes del cuarto de revelado…1. Apenas transcurridos 10 minutos de película, todavía sorprendida y convencida de que probablemente nunca volvería a asistir a una proyección igual, tiene lugar una escena que a mi parecer es una declaración de intenciones y de amor a una época de la fotografía y del cine que no volverá.
Sentada en mi butaca, parapeteada tras mi chaqueta, vi aparecer al personaje de Freddy Quell en su papel de fotógrafo en los grandes almacenes. Con una sonrisa amable, realizado y satisfecho, imbuido de un sosiego que no volveremos a advertir en él toda la película, indica a los clientes cómo tienen que situarse ante los focos y les sugiere con mimo en qué postura deben colocarse para salir más favorecidos. Y en este plano frontal mirando a la cámara de Paul Thomas Anderson, Joaquin Phoenix nos mira consecuentemente también a los espectadores, rompiendo mágicamente la cuarta pared mientras Ella Fitzgerald le canta a la tentación y al deseo.
Admito que pocos gestos cinematográficos me fascinan tanto como la mirada a cámara. Desde la Monika de Bergman pasando por los monólogos de Woody Allen o los inquietantes guiños de los personajes de Haneke, estos planos me sacuden por dentro. Tal como explicó Christian Metz, nuestra situación habitual como espectadores cinematográficos es la de poder mirar sin ser vistos, escondidos en la oscuridad de la sala en condición de voyeurs. Es así, ocultando toda mediación, como los acontecimientos parecen relatarse por sí mismos y por tanto se nos presentan como plausibles y verosímiles. El espectador se desplaza a través del flujo de imágenes y sutura los plano – contraplano entre personajes quedando inmerso en la dialéctica entre los dos. Pero cuando un personaje interpela con su mirada a aquél al que va dirigida la película, nos precipita desde el mundo de la ficción al mundo real y nos hace conscientes del artificio del cine.
Estas miradas producen a menudo vértigo e inquietud. Sin embargo, esta escena es maravillosa porque nos concede el privilegio de sentirnos valiosos como espectadores y como sujetos a retratar. Inconscientemente, recuerdo que se dibujó en mi cara una sonrisa e incluso me retiré un mechón de pelo de la cara, tal vez preguntándome, “¿Estoy bien así, Freddy?”. Más adelante, por el contrario, me identifiqué con el conejillo de indias turbado e indefenso que es Quell, cuando mantiene un extraño pulso dialéctico con el personaje interpretado por Amy Adams, que le obliga a escuchar un relato erótico contra su voluntad y le pregunta insistentemente de qué color son sus ojos. “Turn them black…”
Pero aún estamos aquí, asombrados con las primeras escenas del film, y entre click y click, retrato y retrato, comienza un plano secuencia de esos que tanto gustan a Paul Thomas Anderson y que ha demostrado dominar con virtuosismo en otras películas como Magnolia o Boogie Nights. La cámara sigue a una mujer que se pasea y da vueltas sobre sí misma como una peonza, desplegando sus exquisitas maneras de comercial, anunciando a los clientes con voz dulce el precio del vestido del que ella misma hace de percha. Dice José Antonio Marina en su libro El rompecabezas de la sexualidad que el erotismo es lo que la metáfora al lenguaje, y lo entiende como un “detenimiento calmado en el placer presente”. La contemplación del personaje femenino paseando lentamente entre lencería fina y otras prendas de lujo me parece de una sensibilidad y sensualidad enmudecedoras, reafirmadas por el tempo de la escena, la belleza de ella y las miradas de soslayo que intuimos a quién van dirigidas. Entretanto, Ella Fitzgerald sigue pregonando: “I want to resist, but the moon is low and I can’t say no”.
No, no nos podemos resistir a una pasión así. Una de las pocas satisfacciones que encontrará Freddy Quell a lo largo del relato se encuentra en este paraíso momentáneo que luego dejará paso a cosas más siniestras como la violencia (de hecho, se enzarzará con el próximo cliente a fotografiar en los próximos minutos), la pseudoreligión y el mesianismo, la búsqueda obsesiva del sexo y del reconocimiento del grupo, toda una serie de estrategias improvisadas que no le procurarán la paz, que no lograrán borrar sus traumas de veterano de guerra, que no harán que deje de sentirse repudiado en todos los sitios a los que va a parar. ¿Por qué no disfrutar pues del presente? ¿Por qué no dejarse seducir? ¿Por qué no embriagarse con unos tragos de ese cóctel explosivo preparado con los mismos líquidos del revelado? ¿Por qué no retratarla también a ella, quien se ha ido colocando poco a poco y con gracia ante el fondo de tela?
Roland Barthes y Susan Sontag nos advirtieron de que la fotografía es ante todo memento mori. “Las fotografías promueven la nostalgia activamente. La fotografía es un arte elegíaco, crepuscular (…) Hacer una fotografía es participar de la mortalidad, vulnerabilidad, mutabilidad de otra persona o cosa, del amor de esta mujer y de la joven que conoció y perdió en el pasado cuando era marine?
También como espectadora yo soy “yo y mis circunstancias”. No solo esta escena, sino toda “The Master” exhalan para mí el aroma de una pérdida irremediable: del relato clásico con héroes en movimiento permanente, de los soportes físicos de la fotografía y el cine, de las estructuras ideológicas y morales que proporcionaban coordenadas a nuestra vida. “The Master” no tiene una narrativa tradicional con sus habituales giros de guión y esquemas de causa – consecuencia. Es una película incierta de dos personajes igualmente torturados, del ascenso de uno y el fracaso de otro, de recuerdos y ensoñaciones, deambulaciones, intentos, impulsos y arrebatos en el período de aparente esperanza y progreso que se abre tras la Segunda Guerra Mundial en Estados Unidos.
Ahora sabemos que los sentimientos no son eternos. Que los relatos modernos se desintegran. Que el celuloide probablemente desaparezca. Que no hay líder que nos salve. Que tras lo bello se esconde a veces lo sórdido. Que a menudo la violencia es la única manera de imponerse (“We will never dominate our environtment unless we attack”). Sin embargo, ante toda esta desazón, Paul Thomas Anderson nos invita a arriesgarnos. Disfruten del 70 mm. Amen sin condiciones. Entréguense a todo aquello que ofrezca una esperanza. Como dijo Beckett, prueben otra vez y fracasen mejor.
Saboreen esto porque va a durar poco.
Las elegías también son bellas.
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