Feb 06, 2014 Dani Arrébola Clásicos 0
Por Dani Arrébola
Kurosawa, Ozu y Mizoguchi. Son los tres apellidos que conforman el eje del cine clásico nipón. También los primeros en venir a la mente para referirse a ese cine tan lejano en el espacio pero tan portador en sus aguas de una gran fuente de influencia, de la que han bebido un buen número de cineastas europeos y americanos. De forma algo didáctica -pero también tacaña- el colectivo cinéfilo define al primero como el «más occidental», al segundo como el más «costumbrista» y al tercero como el más «folclórico». Sin duda, esta preciosa película con precioso título en nuestro idioma, Cuentos de la luna pálida de Agosto, (traducción cosmética de Ugetsu monogatari) es un buen ejemplo de este cine tradicional y cultural sellado por Kenji Mizoguchi.
Mizoguchi no te habla… te insinúa directamente al corazón sobre una retahíla de temas tan humanos como fatales: la vanidad del hombre; el sufrir de la mujer japonesa -siempre pagan ellas las consecuencias de las inconsciencias de sus maridos- ; también acude a la cinta la riqueza, el amor, la pasión… contado, todo ello, con el gesto suave y blando de cámara que porta el cineasta nipón. El mundo de los espíritus asimismo está presente -en clara alusión al tenebrismo budista- enmarcado en un relato capaz de mezclar con elegancia la fantasía más retocada con la cotidianeidad más brusca (y en este último concepto entrarían las violaciones de samuráis a las mujeres, guerras en ese medievo feudal japonés, etc).
Mizoguchi dirige a los suyos y nos dirige a nosotros también a medida que nos conmueven varios de los planos secuencias más hermosos de la historia del séptimo arte. El cineasta nipón nos brinda una borrachera de composiciones escrupulosamente meditadas que acentúan la elegancia de cada encuadre. A través de una iluminación innovadora y hermosa para la época en la que fue filmada (nos encontramos a principios de los 50 donde el cine de Japón se presenta al mundo tras el éxito de Rashomon en los Oscars y en Venecia), merece especial atención el constante e inteligentísimo juego de claroscuros y también, unos preciosos planos de una barca por el lago que te transportan, irremediablemente, al mundo de Murnau y su Amanecer.
Las interpretaciones más acentuadas en la coralidad que en la individualidad evidencian una hiper-expresividad que, no obstante, lejos de resultar irritantes, son solícitas para el marco que exige este tipo de obras. Un marco de «estilo Mizoguchi» donde es necesario reiterar, y vuelta al principio, toda esa raza de símbolos folclóricos- llamémosle el ritual de bebida del sake- desglosada en localizaciones de carácter japonés -llamémosle puertas correderas-. Una película, por todo esto que te permite tocar y -todo aquello que no te permite tocar- extraña y mágica. Inmortal.
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