Sep 13, 2020 Dani Arrébola Críticas, Festivales, San Sebastián 2020 0
Por Dani Arrébola
Duda Razonable
Fue escuchando el podcast de los compañeros de Luces en el Horizonte dedicado a la película Doce Hombres sin Piedad donde al fin me quedó clara una de mis grandes dudas arrastradas por mi supina ignorancia en materia judicial, ¿qué diferencia hay entre «no culpable» e «inocente»? El coronel Kurtz (uno de los colaboradores del programa conducido por Luis Martínez Vallés) me iluminó en cuanto afirmó que la singularidad radica en el concepto que al otro lado del charco se tiene de un acusado: mientras que el sistema jurídico norteamericano se basa en demostrar la no culpabilidad del procesado, nuestro país se ciñe en demostrar su inocencia. Leo en la crítica del compañero de El Correo, Oskar Belategui acerca de este impresionante documental El Estado contra Pablo Ibar, que su director Olmo Figueredo ha tenido bien presente durante el sinfín de horas de grabaciones esta obra maestra filmada por Sidney Lumet y protagonizada y producida por una leyenda del celuloide como lo fue Henry Fonda. Desde luego, la tensión que como espectador vivimos durante los seis capítulos de una hora raya bien parecida a la de aquel film inmortal solo que esta vez, por el mero hecho de que la angustia se nutre de un relato real y no ficticio, asistimos al veredicto con el corazón en un puño.
Miramar, estado de Florida, 27 de junio de 1994. En el interior de una mansión la policía halla los cadáveres de tres personas: Casey Sucharski, propietario del club nocturno «Casey’s Nickelodeon» y dos bailarinas, Marie Rogers y Sharon Anderson. Tras mucho analizar por las estancias del hogar las autoridades descubren horas de grabación filmadas en una cámara semioculta en las baldas superiores del salón. En efecto: queda registrado el propio crimen en una cinta de veinte minutos con una pésima calidad y sobre unos píxeles difusos que, no obstante, dejan ver el semblante del rostro de uno de los dos asesinos. El fotograma corre como la pólvora por todas las comisarías de la zona. Pocas semanas después, el inspector Paul Manzella reconoce que esas facciones podrían ser las de Pablo Ibar, un joven de veintidós años que, junto a otros amigos, el detective tiene detenidos por un robo en una casa cercana. Empieza el calvario para el español, sobrino del mítico púgil José Manuel Ibar, Urtain. Nos encontramos en el primer capítulo de la teleserie en formato docuthriller y ya estamos más que atrapados a todo lo que pueda venir después en la pantalla del televisor. Con un cliffhanger se cierra el primero (y el resto de los cinco capítulos que vendrán después) y que no harán más que sumar al fascinante ritmo del relato que el equipo de Figueredo imprime al mismo.
Por las seis de horas de montaje caben todos los nutrientes que precisa la esencia de este género: entrevistas por ambos bandos, tanto al padre, esposa e hijos de Ibar como a los familiares de las víctimas asesinadas; la cámara puesta en la mesa de los despachos de los abogados contratados por Pablo en las que no se esconde ni un miligramo de las estrategias a seguir en el último juicio (acaecido en el reciente año 2019 tras más de tres lustros de recursos y apelaciones a una pena de muerte impuesta en el año 2000); incluso no falta margen para la visión política que imprimieron las autoridades españolas llevando el caso hasta el mismo Parlamento Europeo. Uno asiste a esta incertidumbre desgarradora sin dejar de apretar los dientes y sin permitirse ni un solo pestañeo que impida perderse cualquier detalle pasado por alto, como los que pasa el juez Denis Bailey en su sospechosa praxis más cercana a la fiscalía que a la defensa. Las cámaras insertadas por Olmo Figueredo durante el desarrollo del juicio alimentarán la adrenalina de un espectador cuyo pasmo alcanzará el cenit con la sorprendente revelación que enlaza el puente entre el penúltimo y último capítulo.
Estamos ante la teleserie del año. El Estado contra Pablo Ibar es cien por cien recomendable tanto para los más familiarizados con el caso como para aquellos otros que (como este redactor) desconocían por completo los vericuetos del mismo. Es realmente complicado que desde el sofá de casa a cualquier «testigo» (ya sea de cargo o descargo) no le deje un cierto poso y todo un océano de dudas que vayan más allá del propio visionado. Incluso a más de uno podría plantearle una revolución en sus creencias vitales más implacables: ¿es suficiente un vídeo borroso, una pizca de ADN en una camiseta colmada de otro ADN sin identificar y una fiscalía incapaz de probar con firmeza la culpabilidad del hispano-americano tras casi tres décadas de proceso? Este humilde servidor lo tiene claro: si se trata de condenar a alguien a la pena de muerte o a cadena perpetua (que no deja de ser otro tipo de muerte) mi conciencia me pediría a gritos estar al doscientos por ciento seguro de no equivocarme.
¿Culpable vs No culpable? Son ya veintiséis años con una duda razonable.
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