Jun 12, 2014 Dani Arrébola Clásicos 0
Por Dani Arrébola
Belleza hasta las entrañas
Es del todo terrible e injusto afirmarlo, pero lo cierto es que dentro de la enciclopedia cinéfila situamos a Masaki Kobayashi en primera posición de una Segunda División nipona del séptimo arte. En efecto, Kobayashi no alcanzó jamás la fama y prestigio de la terna conformada por Kurosawa, Ozu y Mizoguchi -también andaría por ahí Oshima- y en el colectivo cinéfilo lo recordamos, forzosamente y como un tapado, por debajo de estos. Es injusto porque este cineasta nos proporcionó auténticas obras maestras como la trilogía de La condición humana y resulta igualmente terrible porque afirmar que Kobayashi es de segunda división sería obviar la grandeza y magnificiencia de una sola película que, por sí misma, merece situar por pleno derecho a su realizador entre los más grandes, no sólo del cine japonés sino del cine mundial. Lógicamente, esta película es Harakiri o Seppuku (término preferible en japonés).
Y la cinta nos presenta un tema tan potente por sí mismo, e inherente en el propio título que permite ser el hilo conductor de toda la trama de la película: el harakiri o suicidio como práctica habitual entre los samurais por desentrañamiento, una vez consideraban que su vida merecía acabar con gloria rechazando así cualquier muerte natural. En este contexto, el protagonista interpretado magistralmente por Tatsuya Nakadai, al tiempo que pide permiso para llevar a cabo esta fatal práctica en un palacio feudal del Japón del XVII, solicita asimismo contar la historia y el por qué de su decisión.
Con una estructura narrativa que combina dos historias (un harakiri en el pasado de un joven samurai, y el del presente con el protagonista), la película posee una atmósfera excelentemente construida y se encierra en ella misma de una manera ejemplar. Sin rehuir de aspectos técnicos como el flashback o el paralelismo entre ambas historias, el mérito de Harakiri reside en que la cinta jamás pierde su identidad en sus más de 130 minutos de metraje. Por si fuera poco, en la cinta convergen con gran resultado unas interpretaciones expresivas, propias de la escuela nipona de la época, pero en las que se sitúa un escalón por encima del resto el citado Nakadai.
Casi todos los planos en Harakiri están minuciosamente construidos y resultan extremadamente bellos. Kobayashi juega perfectamente con una combinación de primeros planos junto a planos generales y este equilibrio resulta justo y óptimo para la cinta logrando toda una arquitectura visual única, exquisita y escultural como pocas veces podemos ver en el cine occidental más cercano. Y es que Seppuku tiene esa capacidad hipnótica, singular y reconocible solamente en el cine japonés de la época
Lo más sorprendente de esta película es que el espectador sabe, casi por seguro, cómo va a acabar, de forma fatalista, pero eso no supone problema alguno para que la narración pierda fuerza, al contrario: la gana (en cierta manera ocurre algo muy similar en Hasta que llegó su hora de Leone). Más allá del rito de honor del samurai, la temática que expone, en lugar de esconder, el filme, no es más que una crítica de Kobayashi y de la historia original de Takiguchi, al sistema militar del Japón feudal y a la hipocresía de los que mandan y tienen miedo de perder sus avales, (lo cierto es que los realizadores nipones en su cine suelen ser muy críticos sistemáticamente con su propio país y aquí encontraríamos en el Vivir de Kurosawa uno de los mejores ejemplos como denuncia al sistema burocrático del Japón posguerra mundial). Harakiri es una obra imprescindible de ver para todo cinéfilo. Dos horas de cine mayúsculo. Dos horas que el espectador aprovechará hasta sus entrañas…
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