Sep 28, 2020 Dani Arrébola Festivales, San Sebastián 2020 0
Por Dani Arrébola
Que esparzan mis cenizas por el Urumea
Confío en que sea dentro de mucho tiempo. Que la salud me respete por lo menos otras tres décadas más de vida. Que alcance el mismo número de ediciones cubriendo el Zinemaldia que la de mis colegas Oti Rodriguez Marchante o Carlos Boyero, dinosaurios de la crítica cinéfila que llevan un sinfín de años viendo pelis y degustando txakolis por la Bella Easo. Me cuentan mis amigos más cercanos que mi vida promete longevidad solo por un detalle: se ve que conservo una mata de pelo de la que presumir, sin un atisbo de calvicie por mi coronilla y sin una cana que asome por mi calabaza con el tres delante ya estrenado en la irreversible vereda de la edad. Será que por fuera soy un buen escaparate pero les aseguro que por dentro estoy hecho un Cristo. Mis ardores esofágicos y mis limitados pulmones dan para lo que dan: dormir poco, comer menos y caminar despacio. Por eso, yo por si acaso lo dejo escrito: que esparzan mis cenizas por el río Urumea; que estas viajen por la maravillosa ciudad de San Sebastián, el único lugar donde año tras año (y ya van ocho seguidos de idilio) me siento tan seguro y atractivo como una de esas estrellas que recibimos con los brazos abiertos en sus llegadas al Hotel María Cristina.
De estrellas este año hemos tenido menos que de costumbre pero la estancia de Johnny Depp la hemos exprimido como al más jugoso de los limones. Nada más bajarse del Audi fletado por la brillante organización (y en este pandémico año cabe y mucho felicitar a todo el equipo que encabeza José Luis Rebordinos) respondía a mi compañero Iván Gutiérrez que se encontraba «muy bien». No venía como actor pero sí como el mentor y productor de Crock of Gold: A Few Rounds with Shane McGowan, un más que interesante documental sobre la no menos interesante banda de The Pogues y dirigido por Julien Temple, un hombre que se mueve como pez en el agua en este tipo de historias. También durmió Matt Dillon en alguna de las suites del María Cristina. No son pocos los que lo meten en la Champions League del estrellato pero para el servidor que teclea se queda un escalón por debajo. Dillon también venía con la música bajo el regazo y bajo el título de El Gran Fellove dejó un buen hálito entre prensa y público en su dirección y narración de la vida del cantante cubano Francisco Fellove. Por supuesto, Viggo Mortensen fue la otra gran estrella y aprovechó su más que merecido Premio Donostia para enseñar su ópera prima como director: Falling, película que no me dio tiempo a ver y que de lo poco que recogí en el vistazo en diagonal al salpique de opiniones me quedó claro que el neoyorquino-argentino plasmó el derroche de la inteligencia y sensibilidad que todos sospechamos guardaba dentro.
De nuestro star system sí que nos llegó una nutrida representación. La primera a la que le di los buenos días fue a Elena Anaya. Venía a defender su doctora Rojas en la peli que abría el festival, Rifkin’s Festival, que aunque sea un film flojo y cojo de Woody Allen no deja de ser superior a la mejor de una inmensa mayoría de cineastas que se atreven a darle al REC. Aprovechando su rol, la actriz madrileña me respondió que «la salud de nuestro cine está muy mal y que deberíamos llenar todas las salas porque el cine es uno de los lugares más seguros donde poder estar ahora mismo», y aprovechando que el careto de recién levantado de Woody Allen estaba en una pantalla en la misma rueda de prensa desde Nueva York le felicité por ser uno de nuestros mejores embajadores del producto nacional. La postal donostiarra de este genio vivo se suma a la que le hizo a la ciudad condal en aquella majaradería llamada Vicky, Cristina, Barcelona. Fuera del concurso oficial se presentaban dos corpachones de películas. Las dos me interesaban por dos dispares y buenos motivos: una por mi admiración a Rafaella Carrà y la otra por mi vínculo familiar con los viñedos y las vendimias. De Explota, Explota decir que pese a que Ingrid Garcia-Jonsson no se pone en la piel de la mítica bailarina y presentadora, su María en este musical dirigido por Nacho Fernández, caerá bien a todo espectador que se anime a inyectarse una dosis de buenrollismo que tanta falta nos hace y que además de propina tendrá una curiosa e inesperada pincelada sobre la censura en el tardofranquismo (podéis ver pinchando en los nombres nuestras entrevistas a ella, Fernando Tejero y Natalia Millán); de El Verano que Vivimos estoy seguro que acertaré con la recomendación a mi santa madre y que no era otra que la de ir a verla enseguida (se estrena en noviembre) porque tiene todos los ingredientes para sellarse en la butaca durante dos horas: amores lorquianos; excelentes actores; producción a destajo; amplios paisajes de infarto y una Jerez vinícola de los años 50 tan desconocida como escasamente tratada en la gran pantalla, (también podéis ver las entrevistas a Blanca Suárez y Javier, Rey, y a María Pedraza, Carlos Cuevas y resto del equipo).
Las otras películas de producción menos sonada casi que me interesaron aún más. Nora de Lara Izaguirre bien podría haberse llamado Noradland, siguiendo la estela de la excelente Perla protagonizada por Frances McDormand que me devoré en una lluviosa noche de martes en los cines Príncipe. Si ya me gustó hace cinco años Un Otoño sin Berlín, la directora de Amorebieta me ha seguido dejando el mismo sabor de boca. En su particular lienzo lleno de sutilidades compone todo un homenaje al arte al compás de una actriz, Ane Pikaza, de la que corremos el riesgo de enamorarnos acompañándola de copilotos en esa ya icónica furgoneta azul donde no solo la disfrutamos en pantalla sino que traspasamos el umbral de la misma sentando nuestras posaderas y grabadoras para recoger todo lo que nos tenían que contar sus protagonistas. Patricia López Arnáiz, protagonista de la excelente Ane, me confirmó lo que ya sabía antes de conocerla en persona: que estoy embobado por ella. Aquí hace de Lide, una madre que lucha con tenacidad y firmeza en busca no solo de su hija sino de cierto oxígeno por entender el mundo que la rodea, en este caso, el de la incompetencia en las obras del tren de alta velocidad donde trabaja. «¿Qué es el progreso?, ¿El progreso económico?, ¿El progreso del bienestar?» nos decía la actriz vasca (cuyo Goya debe de estar al caer) en esta charla con un plano al reflejo del sol de la Bella Easo que le hacía aún más fotogénica de lo que su compañero Mikel Losada nos advertía minutos antes. El premio al Mejor Guion del Cine Vasco para David Pérez Sañudo y su compañera Marina Parés, confirman que estamos ante una ópera prima con músculo para el aplauso y el éxito.
De lo mucho que me impactó El Estado Contra Pablo Ibar ya he picoteado en esta crítica, a la que le añado el lujo de charlar con su director y productor Olmo Figueredo y con el padre del condenado, Cándido Ibar, que además es hermano del mítico púgil Urtain. También fue un placer conocer a una de mis cineastas favoritas, Iciar Bollain, y charlar con ella no solo de su última película La Boda de Rosa sino de su visión particular sobre el poco o mucho latido del que disponen los proyectos en los que se embarcan tantos héroes locos llamados cineastas. Con todo, el titular de la semana nos lo escupió el cineasta mexicano Michel Franco a quien como miembro del jurado nos dio por picarle con un tema que ya se ha convertido en más festivalero que Suecia en Eurovisión: Pregunta ¿Qué opina de que se junten películas y series?, Respuesta: «Las series son todas una basura. Si tanta pluma tienen que sean Dostoyevski y que se atrevan a escribir novelas». Fue tal el guante lleno de bilis que nos soltó que no dudamos en lanzárselo al bueno de Yon González quien pasaba por el Zinemaldia para defender el film Campanadas a muerto: «Este tío, que ni lo conozco, ¿ha hecho series?, ¿A qué no? Pues entonces, ¿de qué coño habla? Es muy fácil hablar con la cuenta corriente llena y pudiendo hacer solo cine cada cinco años».
Me encantaría contar las mil y una aventuras; imitaciones del personaje más singular que surgían de mi animada garganta; algarabías al son del espigón y de Vetusta Morla, coqueteos y copeteos; los stories que veíamos y los que no veíamos; intercambios de contactos; los pintxos y otro tipo de productos que cada quien se metía entre pecho y espalda (las pizzas que nos pidiéramos o como fuera la Movida) y la rumorología rosa que como todo buen festival se presta este San Sebastián a tener… pero la pandemia me tiene modosito y amordazado esperando los días que faltan para mi noveno idilio. Además, no quiero que se me caiga el pelo.
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