May 01, 2014 Dani Arrébola Críticas 0
Dir.: Hayao Miyazaki
Pro.: Toshio Suzuki Gui.: Hayao Miyazaki
Animación
Cumplidos los 73 años, Hayao Miyazaki tiene derecho a una dorada jubilación. Pero su anuncio de que dejaba la realización de largometrajes produjo una enorme conjunción de lamentos a escala planetaria; parece impensable que no vayamos a celebrar más películas suyas, tras esta maravillosa El viento se levanta. El maestro Miyazaki, creador del sensacional Studio Ghibli –cumbre de la animación japonesa- y de películas superlativas como Nausicaä del Valle del Viento, Mi vecino Totoro,La princesa Mononoke, El viaje de Chihiro –Oso de Oro en Berlín y Oscar de Hollywood- o Ponyo en el acantilado, se despide de sus lápices y pinceles con este testamento cinematográfico: una absoluta obra capital.
El argumento, extraído de un relato de Tatsuo Hori y basado en un cómic del propio Miyazaki, cuenta la vida de Jiro Horikoshi desde que era un niño apasionado por el vuelo; su pronunciada miopía le impidió pilotar, pero no soñar con los aviones más ligeros, veloces y bellos. Inspirado por la figura del ingeniero italiano Giovanni Caproni y estudioso de la industria aeronáutica alemana –la más avanzada en los años 30-, se dedicó al diseño de aparatos extraordinarios, en los que introdujo novedades formales y técnicas de todo tipo que le valieron rápidamente el reconocimiento de su país y la posibilidad de trabajar para el ejército nipón.
Por primera vez, Miyazaki desarrolla una biografía real; y además, El viento se levanta no contiene aspectos mágicos o mitológicos, aunque sí la constante incursión de elementos oníricos que permiten a Jiro mantener su relación con Caproni: el italiano seduce al joven con sus aviones extraordinarios, con sus reflexiones y con sus ilusiones. Jiro sueña los sueños de Caproni y trata de llevarlos al papel, primero, y a los aires después.
Por un momento, su vida –y la película- se ensombrecen con el terrible terremoto que asoló Japón en 1923; pero sirve para que Jiro conozca a Nahoko, que será el amor de su vida. Sobre todo desde que, algunos años después, vuelven a encontrase: Nahoko pinta desde una colina el paisaje que se extiende a sus pies, y Jiro pasa por allí y la descubre. Los colores de la paleta de la joven se funden con la luz de la escena, el azul del cielo, el mundo verde de la pradera y los ocres del bosque hendido por el sendero que atraviesa el desprevenido protagonista. Luego sopla el viento, vienen las nubes, y llueve; pero ya nada importa: Jiro es feliz y dispara aviones de papel como gaviotas caprichosas.
Cada fotograma es una obra de arte. La composición, la iluminación, el movimiento y la secuencia son un prodigio de ritmo, de armonía, de poesía hecha imagen. No hay un solo detalle, por pequeño que sea, que escape a la mirada atenta y delicada de Miyazaki, que –es obvio decirlo- no precisa de ordenadores ni artificiosos efectos visuales: papel y lápiz y los tintes de la naturaleza; y la inspiración y la calidad del trazo para dibujar la vida y el alma de cada personaje y cada objeto. El agua respira, la tierra palpita y el aire se hace presente moviendo las nubes, agitando la falda de Nahoko o dando vida a los aviones de Jiro, de papel, de madera y lona o de acero brillante bajo el sol.
Algunas críticas acusan a la película de belicismo –Horikoshi fue el diseñador del famoso Zero, el avión con el que Japón bombardeó Pearl Harbor y combatió en la Guerra Mundial-, y otras, a la vez, de inoportuno pacifismo. En realidad, la intención de Miyazaki no es condenar ni, por supuesto, alentar el espíritu de la contienda, sino desplegar una inteligente metáfora acerca de la caducidad de la vida, el amor y la belleza. A través de la historia de un hombre en pos de su sueño; un ideal inquebrantable que pasa por encima de todo hasta su conclusión.
Puede que, en definitiva, Miyazaki solo hable de sí mismo; en este punto final de su carrera, semejante –o no- al de su protagonista. Lo que vale, para nosotros, es su obra, llena de imágenes y momentos maravillosos. Y su testimonio, extraído de los versos de Paul Valéry: “El viento se levanta, hay que intentar vivir”.
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