Sep 23, 2014 Dani Arrébola Críticas 0
El viaje introspectivo de la semilla de un genio
“Ante mí se presentaban solo dos alternativas: o me convertía como los otros en un asesino de sueños, o me encerraba en mi mente transformándola en fortaleza”. Con estas líneas elabora Alejandro Jodorowsky la parte de un todo que es el manuscrito que da nombre a esta magistral película:‘La danza de la realidad’. Tras 23 años sin ponerse detrás de una cámara a dirigir y dejando a muchos de sus seguidores con ansia, decepción y ganas de aquella ‘King Shot’ con David Lynch, Marilyn Manson o Santiago Segura, entre muchos otros, que nunca se realizó; esta vez ha querido demostrar qué y cómo fue su vida de niño desde la perspectiva del método creado y practicado por él mismo: la psicomagia.
Con un padre judío caracterizado a imagen y semejanza de Stalin, reprimido, agresivo y cobarde. Una madre con esperanzas de grandeza musical, solo hablando mediante melodías. Y sobre todo, con un niño rodeado de un aura de amor, bondad, altruismo y pasión por vivir. Un niño con alas de un terciopelo que acuna y protege a todo aquel falto de cariño pero que se ve maniatado de pies, manos y alas por la figura de un padre recto, que refleja en él lo que no consigue en sí mismo.
‘La danza de la realidad’ es un espejo de personajes. Todos reflejan en los demás lo que nunca pudieron ser. Es el film que representa la vida de cada uno de estos y de cada uno de los espectadores. Ver, leer, escuchar, sentir a Jodorowsky es sentir tu reflejo en él, es saber que lo que te falta, que lo que ansías, que lo que deseas, es todo aquello que desprendes, que reprochas, que envidias. El pequeño Alejandrito es el niño que todos quisimos ser pero que nunca permitió que le cortaran sus preciadas alas. El pequeño Alejandrito se convirtió en el maestro Alejandro al desplegar sus alas hasta el punto de tener un tamaño temible, intimidador, gigantesco; imposible de reprimir, cortar o reducir.
Jodorowsky envuelve con sus alas a todo espectador que se precie a ver la película. Como ya consiguió Julio Cortázar a través de sus cuentos, planta una semilla en el interior de cada asistente que va creciendo cuando este ya deja el cine, cuando se aparta de la pantalla; y va creciendo poco a poco, día tras día, hasta convertirse en una fuente de energía bondadosa, armónica, total.
Dicen los maestros zen que si no entiendes uno de sus escritos no lo vuelvas a intentar, que lo leas con atención y pases al siguiente; y si con el siguiente te ocurre lo mismo tampoco te preocupes, que hagas la misma acción. El texto ya ha sido plantado, un día u otro crecerá, y despertarás. Esto ocurre con las películas de Jodorowsky. A pesar de que esta última sea un renacimiento de su cine que bien podría marcar el comienzo de un nuevo ciclo, todas tienen esa esencia mágica del director, todas nacen en ti después de ser vistas. Podemos no saber qué es lo que nos falta, qué es lo que nos impide vivir en armonía; pero dentro, muy dentro de nosotros, lo sabemos todo y es ahí, en ese inconsciente mágico que nos une al Universo y a la eternidad donde, con una maestría solo capaz en alguien como él, Jodorowsky envía a sus películas y ataca a lo que nos conmueve. De esta manera, consigue desprender un halo de luz en lo más hondo de nuestro ser, una luz que ilumina una negrura que en muchas ocasiones, ni nosotros mismos sabíamos que existía. Jodorowsky es luz en un camino de tinieblas totalmente voluntarias que empañan nuestras vidas.
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