Abr 22, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Cuando la comunicación no encuentra fronteras
El cine de nuestra vecina Francia prosigue su buen estado de forma (si es que alguna vez lo ha perdido) y, seguramente por eso, nuestras distribuidoras apuestan fuerte por el mismo, tal y como evidencia la cartelera semana tras semana, la cual se reserva un pellizco de su espacio para brindarnos a buen ritmo estas obras producidas en el país galo. Esta buena salud y consecuente aceptación del público se irá -por lo menos- manteniendo mientras sigan consolidándose talentos emergentes en la última década, como por ejemplo Eric Lartigau. Tras alternar de manera algo irregular comedias como Prête-moi ta main (2006) y dramas como The Big Picture (2010), se atreve ahora con mezclar ambas masas genéricas para formar lo que podría bautizarse como un «suave drama» o una «amarga comedia» que lleva por nombre La familia Bélier y que nos llega desde su país natal con el aplauso a todo volumen de crítica y público.
Escrito el guión a seis manos -las del propio Lartigau y las de Victoria Bedos y Thomas Bidegain- la historia nos presenta a los Belier, una familia de granjeros que presentan un gran handycap (o plus, según se mire) de peculiaridad: a excepción de la joven adolescente Paula (Louane Emera), la terna que conforma su hermano pequeño junto a sus padres padecen una total sordera, por lo que durante toda la película les veremos comunicarse mediante el lenguaje universal que practican las personas con tal deficiencia. En esta circunstancia, es Paula la que articula la plena comunicación familiar y el cariño entre los cuatro miembros de la familia; no obstante, las distancias -físicas y morales- se irán acrecentando en los Belier desde el momento en que el profesor de música de la joven (Eric Elmosnino), descubre en su alumna un talento innato y prometedor para el canto.
Y el amenazante y lógico miedo a una carga severa de señas y gestos que impacienten a un espectador acostumbrado en las salas a escuchar la palabra, se desvanece pronto…muy pronto. La ternura se apodera de forma rápida y eficaz en la película, apartando cualquier temor y prejuicio y brindando a cambio una amable y perenne sonrisa que no se te quitará durante los ciento cinco minutos de metraje. Lartigau consigue inyectar en cada uno de los principales protagonistas las dosis precisas de inocencia crédula y picardía y el público obtiene así una misteriosa virtud de apego y empatía para aquellos con los que -la mayoría- no nos podríamos comunicar de forma habitual.
Pero en este buenhacer de construcciones interpretativas, que capitanea una rubia angelical llamada Louane Emera, más atractiva que guapa (pero angelical al fin y al cabo), no podemos obviar la curvatura encomiable que logra transmitir el actor de rasgos magrebíes Eric Elmosnino como el exigente pero bonachón profesor que cree y hace creer en los suyos, sobre todo en sus timbres genuinos. Es a través del rescate del melódico y respetado Michel Sardou, que la película encuentra su lisa y sólida columna de sujeción, agudizando los oídos de cada espectador mientras suenan de forma reiterativa varios de los éxitos de este artista «que nunca caduca»: Je vole (alimentada por el candor del timbre de la protagonista Paula) y la sensual y provocativa Je vais t’aimer suenan y resuenan a lo largo del filme como método de expresión liberativa y comunicativa en una familia que está destinada a romper su excelsa armonía entre cuatro paredes.
La familia Belier disimula muy bien sus carencias (que sobre todo se encuentran en su endeble cemento argumental), mediante una cuidada arquitectura en la construcción de sus personajes, con los que empatizarás de forma perdurable y, sobre todo, gracias a unas porciones cabales e inteligentes de su propia fuente singular: la comunicación a través del lenguaje de signos. Sin duda, estamos ante el mejor trabajo de un realizador aún con margen de mejora como Eric Lartigau al que podríamos definir como un peculiar ingeniero de «comedia nostálgica», donde se envuelve esta obra y de la que puede disfrutar todo el abanillo de público heterogéneo que se preste a ella.
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