Mar 12, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Un chicle con mucho sabor visual pero demasiado estirado
Pocos cineastas pueden presumir de una obra tan rica y variada como la del californiano Paul Thomas Anderson. A sus 44 años -que en dirección de cine son muy pocos tacos- P.T. Anderson nos ha regalado un par o tres de maravillas que poco tienen que ver entre ellas si analizamos sus respectivas temáticas: con la brillante Magnolia (1999), además de brindarle en bandeja a Tom Cruise toda una nominación al Oscar, el joven Anderson nos cautivó a todos conectando nada más y nada menos que hasta nueve historias paralelas; años más tarde, dirigió a un colosal Daniel Day-Lewis en Pozos de ambición (2007), donde pocas veces se ha recreado tan bien en la gran pantalla eso que llaman maquiavelismo. Dos años de espera son los que han pasado desde -su también virtuosa- The Master (2012) hasta este Puro Vicio o, Inherent Vice para los más puritanos y nunca mejor dicho, que este portentoso director estrena ahora y que adapta la novela del complejo y curioso literato Thomas Pynchon.
Lo cierto es que si existe un cineasta en el panorama actual que se atreva a plasmar en imágenes cualquier novela de Pynchon ese es Anderson, el cual no vacila ni un momento en intentar desencriptar una historia encriptada y escrita por un autor igual de enigmático (derivado de su conocido odio hacia la prensa, de Pynchon tan sólo conocemos una docena fotografías de cuando estaba alistado en la Marina). La acción, emplazada en Los Angeles de finales de los 60, parte de Doc Sportello (Joaquin Phoenix), un detective privado con profundas convicciones hippies si hacemos caso a lo que parecen sugerir sus vestimentas. Tras varios años sin verse, su ex, de nombre Shasta (Katherine Waterston) le pide ayuda para investigar la desaparición de su amante, un magnate inmobiliario envuelto en asuntos turbios tras fallidas operaciones financieras. A partir de aquí, Sportello vivirá todo un sinfín de sucesos motivados por las pistas con las que va escarbando y, sobre todo, con los personajes con los que se topa, entre ellos un inspector jefe del FBI (Josh Brolin) que odia profundamente a los hippies.
A través de una trabajadísima estética que recrea con alegría la colorida época de cambio de la América de Nixon, Anderson te ofrece un festín visual en el que, más allá de engancharte a la historia, uno prefiere y termina por engancharse a sus carismáticos y agudísimos personajes. En cada rostro que aparece por esta comedia negrísima, se erige un más que generoso capitán llamado Joaquin Phoenix, el cual, y a través de sus modales desenfrenados y de unas pintas -literalmente- despeinadas, sentimos el fervor de aquel que asiste no sólo a una pesquisa de un caso concreto sino a la averiguación de un cambio total cristalizado por el fin de la Guerra de Vietnam y el inicio de los porros -ya que nos andamos con desenfreno para que vamos a andarnos con terminología más solemne…-. Mención especial también merece un imponente, aguerrido y nada pasado Josh Brolin, al que a pesar del retrógado comportamiento inherente en su persona, se le pilla un cariño especialmente extraño… ¡Casi que dan ganas de chocarle nuestra mano!
La lástima de todo este buen laberinto de neones nostálgicos y con aroma a los clásicos de ese Hollywood de los 40 (el de Wilder, Lubitsch, Preminger y cía), es el innecesario estiramiento de la trama por el que opta Anderson, una estirada culpable de que uno pueda llegar fácilmente sin aliento y requiriendo una buena bombona de oxígeno a los últimos treinta minutos de los 150 minutos que dura la cinta. Es hasta ese rush final (sobre todo en la primera hora), donde la decodificación de tanta encriptación es fructífera y victoriosa, donde sentimos asistir a un festival de chucherías visuales atraídos por el ingenio en la pluma resultante del mix Pynchon/Anderson y donde aún nos puede durar ese dulzor por el paladar antes de empezar a sentir el dichoso sabor amargo del chicle prolongado. Y con todo, merece la pena indicar a dos pequeños botes de confitura deliciosa: el soundtrack excelente como acompañamiento musical de Jonny Greenwood, y el destello de «buen rollo» que produce la estética incandescente de unos títulos de crédito en los que ya sabes que van a pasar cosas…demasiadas cosas.
A pesar de ser el monstruo que ha demostrado ser Paul Thomas Anderson el que se pone tras la cámara, habría que ir con mucho cuidado a la hora de recomendar este Puro Vicio. En esta ocasión, el cerebro californiano adapta la novela de un autor complejo como Pynchon y eso siempre puede tener sus inconvenientes en aquél público más impaciente o proclive a esperar para su goce diálogos y enigmas nítidos. Si, por el contrario, posees un carácter ciertamente más desenfrenado y te importa algo menos la transparencia del quién y el qué, esta puede ser una de tus películas del año.
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