Nov 04, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
El vestido honesto de la sensibilidad
«Aquél rodaje fue un milagro», pronuncia la cineasta vasca Lara Izagirre. Y cuánta razón tiene Lara: fue un milagro de treinta minutos de metraje por las alturas titulado Next Stop:Greenland y donde, entre saltos de los añorados Álvaro Bultó y Darío Barrio, cualquier alma despierta advertía un sinfín de virtudes celestiales. Sobre todo tras la cámara se plasmaba una extrema sensibilidad que, al combinarla con una dosis real y completa de honestidad, definían la personalidad de esta prometedora realizadora nacida en Amorebieta. Izagirre estrena ahora su primer largometraje con el nostálgico y lírico título de Un Otoño sin Berlín y con el aliento fresco que trae consigo tras la buena acogida en el reciente Festival de San Sebastián.
Irene Escolar -que pertenece ya a la sexta generación de la célebre familia Caba Alba- canaliza todo ese hechizo de integridad y honradez, de ternura y sentimiento, envolviéndose toda la seda de una historia de viajes y reencuentros tan tangibles como soñados. Y lo hace encarnada en June, con la mirada y expresión de una actriz fuera de serie que, con su moño, su perfil y sus andares tan elegantes como desenfrenados nos invoca a la mejor de las imágenes de Adèle Exarchopoulos. Su reencuentro es con Diego, un introvertido Tamar Novas pero igual de complejo como directo al corazón tanto de June como de un espectador que enseguida encontrará motivos más que evidentes para achuchar a una deslizante pareja con la que muchos más que menos se sentirán identificados. Y por Berlín…¡Ay por Berlín qué tuvieron June y Diego que con tanto anhelo deseamos haber sabido y con tanto anhelo deseamos saber!
Un Otoño sin Berlín se disfruta y se siente con la luz tenue y la cortina algo corrida del que contempla y no delata las verdades ajenas que también son sus verdades. Izagirre teclea con acierto en lo que tantos otros erran: en completar una historia a través de vacíos, en tomar decisiones mediante el motor de las dudas y temores y, en definitiva, en narrarte la vida tal y como ésta se presta a nosotros. El vestido honesto de la sensibilidad está presente en la relación Irene-Tamar pero también en cada gesto familiar -impagable como siempre por efímera que ésta sea cualquier aparición de Ramón Barea-, en cada código de barras que se trasluce en una caja de supermercado o en cada sonrisa conciliadora que te pueda brindar tu alumno de francés de ocho o nueve años.
Un Otoño sin Berlín es una de esas joyitas que no deberían dejarse escapar en la cartelera por ser toda ella amalgama íntegra de esa rareza universal que forma el ser y la vida. También es la primera luz en el largometraje de una directora con vatios para emocionar durante años y, sobre todo, Un Otoño sin Berlín es una portentosa interpretación de uno de nuestros talentos más fiables en las tablas y la pantalla y que responde al nombre de Irene Escolar.
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