Mar 23, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
La cursilería que sí viene a cuento
Si existe una carrera tan irregular como respetadísima en la industria artística esa es, y con creces, la del cineasta británico y todo-terreno Kenneth Branagh. Este director (tanto de cine como de teatro), actor, productor y guionista, ha sido capaz de sacar petróleo donde otros muchos se han quedado con las manos vacías: llevando a la gran pantalla -con firme músculo de sujeción y aplauso- los clásicos más imponentes shakesperianos (véase su Hamlet (1996) y demás obras clásicas archi-filmadas hasta la extenuación, como bien puede ser el Frankenstein de Mary Shelley (1994). A su fiel enjambre de admiradores se le topan sus hordas más decepcionadas con los trabajos que el realizador nor-irlandés ha ido estrenando en los últimos años, donde ni siquiera un siempre interesante Kevin Costner pudo salvar a su director del mal sabor de boca que dejó en un intento fallido por crear una franquicia de espionajes con nombre, apellidos y subtítulo de propina: Jack Ryan: Operación Sombra (2014). Y como suelen decir aquello de que «ya está todo inventado»… ¿Qué mejor idea puede tener Branagh para retomar su vuelo artístico que no sea la de adaptar el clásico y famosísimo (elevado al cuadradísimo) cuento popular de la Cenicienta?
Y en esta ocasión, estamos ante una adaptación «cánon», de las de copia y pega en la pluma para disponer todo el ingenio en la estética visual de un cuento que se suele atribuir casi sin permiso a los célebres hermanos Grimm, pero que en ciertas versiones (como la que aquí nos ocupa) su autoría se desvía más bien hacia el literato francés Charles Perrault. La historia es bien sencilla y conocida, pero aún así vale la pena refrescarla ahora que, según han convenido las diez mil oficinas de encuestas y estadísticas del país, parece que adoremos y conozcamos más a Belén Esteban que a esta dulce y rubia pseudo-princesita llamada Ella: la joven que interpreta la bien parecida Lily James, afronta con su habitual bondad y alegría la pérdida prematura de su madre e, incluso hace alarde de su empatía recibiendo con los brazos abiertos a sus nuevas compañeras del hogar: su madrastra (Cate Blanchett), y sus hermanastras, Anastasia (Hollyday Grainger) y Drisella (Sophie McShera). Mas, la benevolencia de Ella empezará a salirle cara en el momento en que muere su padre de forma inesperada y reluce toda la frivolidad y malicia de sus tres «compañeras», las cuales, en uno de sus últimos múltiples gestos de perversidad y viendo la suciedad de ceniza diaria a la que se expone la ya criada protagonista, la bautizarán para siempre como «Cenicienta».
Sería ir con mucho dopping -que no azúcar- en la sangre, si afirmásemos que estamos ante toda una obra maestra del señor Branagh pues, ni lo es ni se acerca a la terna de sus mejores direcciones. También sería del todo injusto obcecarse en no reconocer que si algo ha demostrado con su temple de cámara el polifacético artista británico, es que es capaz de mantener sujetado con coherencia y sentido estético al cuentecito en la gran pantalla, sin escurrir ni una sola gota de su festín de cursilería empalagosa, que es el auténtico y absoluto chásis de esta adaptación. Otra cosa, que sí (o no) viene a cuento (estos chistes a huevo no se pueden dejar por el camino) es si tal exhibición de azucarillos y chabacanería va a ser suficiente para chutarnos, en el mismo instante en que un buen puñado de habitantes no tienen ni para un dulce, una buena dosis de ñoñería y volatilidad capaces de hacernos borrar por dos horas los problemas que son imborrables por 24. Por lo tanto, el juicio más ponderado a la que esta Cenicienta puede exhibirse, no radica tanto en su mimosa estética o en su ortodoxa y rica dirección, sino más bien, en su provocador asentamiento que para unos será preciso y oxigenado y para otros del todo inoportuno y cansino.
Aquello que sí puede dejar a los dos bandos unidos es la excelente composición musical que brinda a la historia el maestro Patrick Doyle y que se envuelve con suavidad encomiable cuan eco sugestivo a cada movimiento sutil y sedoso de la protagonista. Ésta, la jovencísima, atractiva y prometedora Lily James, salva con creces su amenazante papeleta, que ya es un vasto logro; en sus compañeras de reparto encontramos una nueva lima excelsa en la mirada de la malvada madrastra Cate Blanchett, que en sus sonrisas delatoras es capaz de alegrar y estimular el «yo malvado» de un espectador embadurnado de azúcar, y una perfecta y cabal Helena Bonham Carter en su escueta pero vital encarnación de hada madrina y solucionadora de problemas o «Señor Lobo» (que diría Tarantino).
En Cenicienta por tanto, que sin ser nada del otro mundo no es un producto desechable en la filmografía de Branagh, pueden co-existir perfectamente dos hábitats de idiosincrasia en cuanto a sus espectadores: aquellos amantes del propio cuento y, en definitiva, de toda la factoría Disney ansiosos por consumir en pantalla estas golosinas visuales como agua oxigenada y paliar así las heridas psicológicas de estos duros tiempos; o aquellos otros en los que este remedio pueda ser peor que la propia enfermedad y salgan más atacados que happyflowereados mientras se desquitan lo que, para ellos, en vez del tierno azúcar, ha sido un baño de impasible sacarina.
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