Feb 18, 2015 Dani Arrébola Críticas, Especial Oscar 1
Por Dani Arrébola
Cuando la tensión se convierte en un visor; un gatillo y un suspiro
La Guerra es importante para el pueblo estadounidense. Lo es, y en el cine de ese pueblo se refleja y se premia más que ningún otro género. Hace poco escuchaba a José Luis Garci en el programa radiofónico dirigido por Luis Herrero, Cowboys de Medianoche, animando a los tertulianos presentes a contar el número de estatuillas que el género bélico había cosechado en los casi noventa años de Premios Oscars. Me sorprendió con la misma sorpresa que al señor «Ex-Fiscal» Torres-Dulce -habitual del programa- comprobar que, en efecto, los filmes de guerra se habían llevado un cuarto del total de premios a la Mejor Película. La Guerra es, por tanto, valiosa en la gran pantalla americana y Clint Eastwood lo sabe. Quizá por este motivo, y porque no le fueron mal las cosas cuando filmó ese díptico que plasmaba las dos visiones de un mismo conflicto, (desde el bando yankee en Banderas de Nuestros Padres y desde la facción nipona en Cartas desde Iwo Jima, ambas estrenadas en 2006), el «viejo tío» Clint -que va camino de los 85 años sin que las arrugas le tambaleen- aceptó sin pensárselo demasiado un encargo bélico del que, según cuentan, no acabó de motivar a Spielberg. El resultado es El Francotirador, carne, como era de esperar, de al menos nominaciones de la Academia (hasta seis) y que, al fin, nos llega a nuestras salas, tras dos meses de ávido interés nutrido entre debates ideológicos.
La historia basada en hechos reales narra las hazañas del marine del cuerpo de operaciones especiales NAVY SEALS, Chris Kyle (Bradley Cooper), apodado y convertido en «Leyenda» tras batir el récord de muertes (según los registros quedaron contabilizadas unas 250 víctimas insurgentes) como francotirador norteamericano en el frente de Irak. La acción se recrea en las cuatro misiones a las que Kyle fue destinado al mismo tiempo que nos muestra su matrimonio con la atractiva Taya (Sienna Miller), la cual vivirá en la impotencia de no poder conciliar su vida familiar (a la que se suman dos hijos pequeños) tras la obcecación de su marido de servir y defender a su país como el primero de sus fieles y ortodoxos principios.
Y al terminar la munición el debate está servido: ¿Manifiesta el tío Clint cierto aire anti-bélico en esta película o, por el contrario, ensalza la figura del soldado y, por tanto, de la Guerra como muchos así ven desde el propio cartel del film? En cualquiera de los dos bandos en los que posicionarse los motivos sumados pueden ser tan obvios y claros como dudosos y rebatibles: ¿Alguien podría negar la ausencia absoluta de curvatura en los «malos» iraquíes que están aquí tratados como blancos de cartón y, por tanto, como justificación gloriosa de aniquilaciones? Pero no es igual de cierto que ese viento de arena por el que el filme es empujado, ¿Emborrona y altera las convicciones del soldado Kyle hasta el punto de -en sus últimos planos y miradas- hacerle dudar del sentido y valor de la Guerra? Es, por tanto, un lógico y eterno debate al que parece imposible ponerle meta y al que, seguramente, sea apropiado dejarlo así, sin meta, sin límites, con el zumo que cada quien se pueda exprimir para su disfrute.
No deberíamos enzarzarnos en discusiones indescifrables cuando la película es trepidante, agresiva y sumamente entretenida desde su primer plano. Que se ensalce o no a la figura del soldado debería importarnos poco en una cinta en la que apretamos nuestros puños cada vez que Bradley Cooper contiene la respiración con el pulgar en el gatillo y sus preciados ojos en el visor, mientras descarga un embuto suspiro. El viejo tío Clint, hace de su encargo un juguete mimado con balas y se vuelve más joven que nunca en su temple con la cámara a la que mancha de tierra y sudor con una técnica impecable y de dinamismo y presión con un tempo envidiable. Sigue habiendo retales de sutilidad en cada mirada de ese Kyle adictivo a matar «a quien lo merezca», pero en el resto de ADN eastwoodiano encontramos agitación en vez de sosiego y mosaico en vez de una única unidad en su montaje. Y de todo ese «choque» aquí presente en contra de lo que hasta ahora nos había brindado el quórum de su obra, no solamente sale ileso: Eastwood emerge reforzado.
El francotirador es una inmejorable opción para pegarte un buen festín si eres amante de lo bélico o si disfrutas con el propio empuje de un drama de dudas y convicciones -que también lo es- entre besos y balas. En ese sentido te sobrarán pocas escenas (casi todas de su parte final) y te quedarás con un buen saco de ellas que justificarán con creces el precio de tu entrada. Merecen una advertencia eso sí, aquellos que esperen destapar el bote con las esencias más puras del Clint Eastwood de siempre pues, en esta ocasión, no es el del ritmo sosegado ni el del patrón sincrónico con el que tanto ha deleitado sino el de la agilidad de movimientos, el de la laboriosidad de escenas y el de la entrega de un derroche de energía con el que también será capaz de convencer de sus virtudes a esa fiel legión de seguidores.
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Sin parecerme una mala película, creo que esta vez -y perdón por el chiste fácil- a Eastwood le ha salido el tiro por la culata.
Las partes de E.E.U.U. y el soldado traumatizado las hemos visto mil veces, mientras que en los tramos puramente bélicos -magníficamente rodados, eso sí-, el desinterés y la deshumanización total del enemigo acercan peligrosamente la cinta al mundo del videojuego.
La Asociación de Amigos del Rifle y los aficionados a Call of Duty saldrán del cine encantados, pero al menos yo, echo en falta un reverso a lo Cartas desde Iwo Jima.