Oct 12, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
La fotografía más rastrera de la Cuba de los 90
Con el aliento aún en la boca del laurel cosechado por la ya clásica Pa Negre (2010), y con el frescor de otro decente trabajo -aunque menos alabado- llamado Carta a Eva (2012), ha vuelto -si es que alguna vez se ha ido- el cineasta catalán Agustí Villaronga para hacer ruido un nuevo otoño. Esta vez ha cruzado el charco para instalar en Cuba toda su maquinaria y transportarla raudamente de nuevo a nuestro país donde ha presentado en el reciente Festival de San Sebastián su adaptación de la famosa novela El rey de La Habana, escrita por el autóctono Pedro Juan Gutiérrez, y que «tan sólo» logró de la grisácea y hermosa ciudad donostiarra llevarse para casa una Concha de Plata a la mejor actriz protagonista, otorgada a la joven Yordanka Ariosa.
La historia se encaja en un cuadro lastimero de la igual lastimera capital cubana de los 90, donde en sus barrios más humildes sobreviven a base de tragos de ron y de lo que «birlen por ahí» sus co-habitantes. Entre ellos se encuentra Reinaldo, conocido entre el churretoso vecindario como Rei y el cual por méritos propios cambiará la vocal latina por la griega en su nombre y apodo. Un merecimiento que le proporciona no sólo su contundente miembro viril, con el cual tiene siempre el sexo a mano -a pesar de que tener el sexo a mano en Cuba es como tener el matamoscas y el botellín de cerveza en nuestra Córdoba- sino también un desenfreno y picardía propio en cualquiera con la capacidad de tener que buscarse el alimento. Y buscando el alimento también se puede encontrar a tu fogosa y chillona mujer-mamá, a tu companion estimulador y estimulante transexual…
Y no es que este rey habanero pierda algo de su corona por culpa de las generosas y creíbles interpretaciones de los semi-desconocidos para nuestro público Maykol David Tortolo y Yordanka Ariosa, sino que más bien la fórmula de situarnos en esa cochambrosa Cuba, se desgasta a partir de una segunda hora más preocupada en demostrar y señalar con el dedo que en dejar fluir de forma más amena y sutil esa fotografía en la que parece empeñado mostrar Villaronga. Realmente uno llega a sentir cierta dislocación con la miseria allí vivida (exagerada aún más en la novela de Gutiérrez) y en consecuencia sentirse lo suficientemente empolvado -y no solamente de los polvos en cada colcha y colchón- como para no acabar de entender el motivo final de tan mugrienta exposición y, en consecuencia, retirar su mirada.
Alguno podría ver El rey de la habana como una más que correcta adaptación de la aclamada novela, y lo cierto es que no le faltaría razón; incluso existe en toda ella una cierta apertura de miras social y solidaria -el personaje del transexual está tratado con una sensibilidad más holgada que el resto- pero es bien fácil que la mugre que se exhibe a lo largo y ancho de la pantalla también provoque en el espectador una ceguera cuando ya no queden más botellas de ron por ingerir.
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