Ene 18, 2016 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Sorrentino sigue siendo nuestro diccionario de la vida
Por méritos propios – y de varios títulos- el cineasta italiano Paolo Sorrentino se ha granjeado todo un ADN exclusivo y reconocido no sólo por la crítica mundial sino también, y es lo más meritorio, por parte de un público joven y adulto. Desde la excelente L’uomo in piú (2001), el cineasta italiano acumula tics verdes y pulgares hacia arriba en su concepción del cine, que está plagado de un sinfín de preguntas y posibles respuestas dentro de la filosofía vital. Toda esa filosofía de vida engloba perfectamente al amor, al deseo, a la familia…pero sobre todo al paso del tiempo, circunstancia que, a pesar de su aún corta edad, Sorrentino vuelve a demostrar una vez más ser el gran maestro contemporáneo de tal ilustración con un título tan sencillo como insondable: La juventud.
Y a pesar de tan lozano título, el imaginativo director italiano se sirve de dos actores, mejor dicho, de dos leyendas cinematográficas como Michael Caine y Harvey Keitel cuyos rostros curtidos en pantalla ya son capaces por sí solos de activar el conducto de la lagrimilla emocional para todo amante del séptimo arte. Caine -siempre enérgico y generoso a pesar de contar 82 primaveras- se encarna en el prestigioso director de orquesta Fred Ballinger, el cual recibirá el encargo de un diplomático inglés para que dirija la celebración musical de unos fastos de la Reina. Keitel, es un director de cine y guionista que lucha incesantemente por acabar su última película. Ambos pasan unos días de vacaciones en un idílico hotel de los Alpes, donde además de la visita de la hija de Ballinger (Rachel Weisz), empezarán a visitarles los secretos -y no tan secretos- de su pasado que ahora emborronan cualquier secreto del futuro…
La Juventud emociona desde su primer plano, en el que la voz de una cantante cualquiera entona las notas del tema You got the love sobre una plataforma circular. Asistimos a esa letra sencilla y hermosa que es la letra de todo el film, a la que asisten los dos protagonistas de este hotel que han llegado -zigzagueando y con un sinfín de altibajos emocionales- al final de esta cosa llamada vida, pero que han llegado al fin y al cabo. Sorrentino consigue una vez más teclear con precisión a cada punto sensible de nuestra alma y, en consecuencia, de nuestro corazón en un envoltorio dentro de las manos de Caine, precioso, bello e intenso pero tan simple y sencillo como la composición a violín que enseña y corrige el maestro a un niño zurdo empeñado en tocar la Simple Song de Ballinger. Y es que, como si de una extensión de La gran belleza se posara levitando ante nuestros ojos, el cineasta vuelve a enseñarnos en imágenes los dilemas que hemos contratado al nacer en esta vida, los sentimientos inalienables en las cláusulas vitales y el juicio y sentencia que irremediablemente nos vemos abocados a condenar con nuestra firma, que no es otra que la firma de nuestras decisiones y latidos.
La juventud es una oportunidad maravillosa para reconciliarse con ese cine tan difícil de hacer acto de presencia, una opción perfecta por un sinfín de motivos, entre los que por supuesto, se encuentra disfrutar del pleno estado de forma de la visión de un cineasta que es un auténtico monstruo y genio del diccionario de la vida y contemplar a otros dos auténticos monstruos y genios como Harvey Keitel y, sobre todo, Michael Caine, en el limbo de sus vidas y carreras pero en la plena explosión de todo su arte y legado.
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