May 26, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Cuando el sexo consiste en dar hostias…no puede ser bueno
A través de una filmografía en la que de forma tímida emergen títulos interesantes, como Una bolsa de canicas (1975) o La mujer que llora (1979), el veterano cineasta francés Jacques Doillon se ha ganado cierto prestigio como realizador del tan genérico como vastamente llamado «cine experimental». Lejos de acercar su obra al gran público, el ya septuagenario director ha tratado en sus filmes varios de los problemas más filosóficos y morales que afectan tanto al amor fraternal como aquél más pasional. Un cine físico del que para desarrollarlo en pantalla se ha servido siempre del portentoso imán conquistador de actrices de renombre cuando éstas estaban en plena lozanía: Juliette Binoche, Charlotte Gainsbourg o Sandrine Bonnaire han sido dirigidas por Doillon en los inicios de sus carreras y en historias donde la mujer siempre ha adquirido un rol capital. Mis escenas de lucha es el sugerente título de su último trabajo que nos llega ahora a nuestras pantallas y en el que el realizador francés prosigue con la exposición de su particular y complejo universo fílmico.
Elle (Sara Forestier) y Lui (James Thierrée) son una pareja que necesitan por obligación sentirse físicamente más próximos con tal de entenderse a sí mismos y comprender su propio amor. Para saber lo que sienten el uno por el otro, se ven obligados a practicar una especie de lucha improvisada que, poco a poco, se irá convirtiendo en un ritual antes de llegar a consumar el amor. Ambos dudan de si están haciendo lo correcto pero lo que sí les queda claro es que se ven conquistados de forma inexplicable por esa mística unión en la que ambos aceptan sus roles como luchadores cada vez de manera más cómoda en una lejana y apacible casa de campo…
Se supone que la cinta más que a explicar el problema que puedan afrontar sus dos protagonistas, dedica un buen trecho de su identidad a sugestionar al espectador a través de la muestra de aceite que engrasa el motor de nuestras zonas erógenas. Y eso es totalmente lícito, mas sospechamos que tendría mucha más audiencia -y seguramente recompensa- si el señor Doillon le pasara un buen trapo al cristal argumental de su historia con tal de ganar algo de nitidez a ese arte marcial sexual que pretende explicar. El intenso amor, el reconocimiento carnal y espiritual y la unión más salvaje con la propia naturaleza quedan del todo saturadas en una metralla de sexo nunca del todo realizado y en diálogos más profundos que la Fosa de las Marianas.
Y es que cuando los preliminares del acto sexual consisten en dar hostias en lugar de examinar el mapa anatómico de tu pareja a besos es altamente probable que los ganados golpes con sus correspondientes cardenales no lleven a conclusiones transparentes o fructíferas para el que está detrás de la pantalla. Y eso que ambos protagonistas parecen rallar con absoluta credibilidad y comodidad -nunca es fácil susurrar, gritar, besuquear, palpar, y dar guantazos mientras danzas en planos larguísimos- constituyendo tanto Forestier como Thierée el pequeño pero insuficiente logro capaz, eso sí, de salvar a la cinta de la absoluta futilidad.
Mis escenas de lucha se pierde en su propia pretensión, se pasa de lista… y de hostias para intentar explicar cómo la búsqueda y reconocimiento del amor más pasional y del sexo más agreste puede erigirse en liberación para el cuerpo pero sobre todo en una carga demasiado pesada. Y demasiada pesada sería la recomendación de esta película como primera opción en cartelera, y es un aviso tanto a aquellos que se evaden de la rutina con de la forma más sencilla y clásica como a los más indomables que se abstraen en la vanguardia más enrevesada.
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