Mar 02, 2015 Dani Arrébola Críticas 0
Por Dani Arrébola
Tres horas entre lienzos y erudición
Debe ser de los últimos guerreros del celuloide o, por decirlo de otro modo, uno de los pocos que siguen rehuyendo de las ilimitadas posibilidades tecnológicas que ofrece el digital, pero lo cierto es que el americano Frederick Wiseman continúa filmando la totalidad de sus obras sumergido en la grabación analógica o, lo que es lo mismo, grabando y editando con la cinta de toda la vida. Quizá esta producción descontaminada de la técnica contemporánea, supone uno de los pluses o motivos capaces de explicar el porqué en la carrera de este ya veterano cineasta documental se suma una observación, veraz y tangible, que cuesta de encontrar en cualquier otro documentalista. A pesar de que el propio Wiseman ha reconocido en más de una ocasión que «la mayor de las objetividades» no existe, sus obras bien se quedan cerca de un análisis expositivo crudo y fidedigno. Uno de sus mejores ejemplos fue su aclamada ópera prima, Titicut Follies (1967) en la cual no escondía nada de la excesiva carga de abusos a los que se veían sometidos los reclusos de una prisión psiquiátrica de Massachussetts. Tras su exitoso documental At Berkeley (2013), en los que la cámara convivía con la universidad pública más antigua y prestigiosa de EEUU, con National Gallery, Wiseman nos invita ahora a toda una mañana, tarde o noche de tres horas, conociendo y estudiando varias de las mejores obras pictóricas de la historia alojadas en este famoso museo londinense.
Y por la cámara pasiva y observacional de Wiseman, recorremos todos los vericuetos posibles de un museo que vive obsesionado no sólo por mostrar sino por comunicar su arte a toda la retahíla de turistas que lo visitan. De esta manera conoceremos hasta el más minimo de los detalles que tienen cabida y vida en ese tan imponente como respetado lugar: los planes de financiación proyectados por la junta directiva; las técnicas de restauración empleadas en la conservación y reparación de las pinturas y obras históricas; el trabajo interactivo de los apasionados guías hacia todo aquel visitante; las distintas estrategias de concepción y colocación para cada galería y artista y un largo de etcétera de actividades imprescindibles destinadas no solamente a seguir manteniendo con vida a la National Gallery, sino también a que ésta siga creciendo y encontrando su rol influyente en las vanguardias actuales.
Si bien es cierto que le podemos encontrar un buen número de virtudes a este documento repleto de erudición, es justo y preciso considerar -de entrada- un vicio que lastra cualquier eficacia: su duración. En efecto, los 180 minutos o tres horazas, en los que queda enlatada esta instructora visita, son una carga demasiado pesada para la película teniendo en cuenta que ésta, no atiende (como es lógico en su género) a ningún entramado argumental o al menos, si es que lo hay, éste no parece muy perceptible. Y no es que el poder de la sapiencia de aquello que expone este documental decaiga en ningún momento, pero si puede caer en picado el interés del espectador cuando éste cuenta ya dos horas de visionado y está lo suficientemente saturado como para no empezar a mirar el reloj y darse cuenta que está a oscuras en la butaca de un cine y no de pie en unas galerías cuantiosamente diáfanas.
Y es que, si a esta visita cultural se le ejecutase un buen tijeretazo -de una hora por ejemplo- todo el bote de provechosos alicientes ganaría en su poso y energía: tendría más interés la interesante neurosis o sentido de la responsabilidad de unos directivos preocupados por vender de la mejor manera posible sus tesoros; sería más seductora la seducción comunicativa hacia los curiosos peregrinos de la que hacen gala unos eruditos y fanáticos guías; y sería, en definitiva, más empático todo el conjunto de la empatía dispuesta por unos iluminadores, carpinteros, historiadores, profesores de dibujo, modelos y conserjes que poblan con su trabajo más honesto y humilde nuestra visita.
National Gallery es un documental ampliamente generoso nacido de las manos de uno de los últimos artesanos con vida de la gran pantalla, pero del que debemos lastimar su innecesaria duración que provocará la huída de más de uno de sus clientes. Si te apasiona -y ha de ser una pasión fervorosa- el arte pictórico, en este producto encontrarás varios y buenos motivos para robarle tres solemnes horas a un día y sumergirte en el mismo; si, por el contrario, ver cuadros nunca te ha provocado ningún bailoteo o excitación en el preciado músculo del cerebro, te recomiendo que emplees esta terna horaria en otras salas.
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